lunes, 30 de noviembre de 2009

DE ICONOCLASTAS, MODERNISTAS Y CONSERVADORES


NOTA INTRODUCTORIA


Gonzalo Gamio Gehri


¿La crítica del modelo moderno de racionalidad – centrado en el representacionalismo, el cálculo instrumental y el ideal de neutralidad valorativa – tiene que llevar necesariamente a sus críticos a proclamar la abolición de la democracia, la cultura de los derechos humanos y el pluralismo? ¿O es que algunos ideólogos de la crítica de la modernidad intentan “pasar de contrabando” – por así decirlo – más de lo que la crítica supone, a saber, una vuelta injustificada y poco sensata al Antiguo Régimen, al Estado confesional y al tradicionalismo? En más de una ocasión he señalado que la mayoría de los “censores” de la modernidad adolecían de una lectura unilateral de la misma: concentraban su atención en la Ilustración y su idea de una razón desvinculada, pero omitían cualquier referencia al Romanticismo y al Idealismo Alemán, y a sus esfuerzos por conciliar la autorreflexión con la pertenencia a un ethos y a una naturaleza viva (ojo, identificar el movimiento romántico con el "sentimentalismo" o la "primacía de las emociones" sólo revela el desconocimiento de algunos blogueros sobre este importante tema). El diagnóstico de MacIntyre sobre la modernidad en Tras la Virtud, por ejemplo, perdería por completo el piso si se introdujera a Hegel dentro de la narrativa filosófica propuesta en y por dicha obra.

A continuación presento el texto del profesor César Inca Mendoza Loyola, dilecto platonista y especialista en temas metafísicos y deontológicos. César Mendoza representa a una generación de filósofos de la PUCP interesada en la filosofía clásica y en la recuperación del horizonte moral de la autorreflexión. En el siguiente post defiende lúcidamente un tipo de iconoclasia que corrige desde dentro la modernidad sin postular en un craso retorno a los esquemas jerárquicos y opresivos de las viejas tradiciones.




¿HACIA UNA RECTA ICONOCLASIA?



César Inca Mendoza Loyola



I.- Iconoclastas, modernistas y conservadores


Pasa una cosa muy curiosa con la figura del iconoclasta, una figura que evoca una actitud de combativa inconformidad frente a lo establecido, ya sea en la sociedad civil, las artes, la política, la filosofía, la academia científica. El iconoclasta queda validado como el rebelde solitario (o minoritario) que se sirve de su propia lucidez para cuestionar el status de las imágenes predominantes dictadas desde los poderes que dictan lo establecido, impidiendo así el progreso de las mentalidades: romper barreras es para el iconoclasta el ejercicio más serio que puede realizar el hombre con su capacidad racional, el poder mirar hacia horizontes más amplios tras un proyectado rompimiento con los cánones ortodoxos. Pero la iconoclasia originaria apuntaba a otro tipo de reacción, una reacción contra hábitos cada vez más afianzados de veneración religiosa que, en nombre de una pretendida recta comprensión de la voluntad divina, en realidad suponían formas veladas de sacrilegio en niveles intolerables de osadía. Se trataba, pues, de una noción conservadora que se pretendía validar como parangón definitivo para los modos de vínculo entre lo humano y lo divino. La iconoclasia se proponía como la auténtica ortodoxia sobre el culto religioso.

Esta imagen contemporánea del iconoclasta como pensador/luchador que nos invita urgentemente a quebrantar las barreras que impiden el progreso real, el verdadero avance, la genuina liberación del hombre en aras de conquistar de una buena vez el rol que la Historia le ha otorgado de antemano, está presente en las más lúcidas propuestas de diagnóstico crítico sobre la Modernidad. También está presente en otras críticas menos lúcidas, y las califico así no tanto porque necesariamente haya insuficientes dosis de inteligencia conceptual en ellas, sino porque no advierten que la crítica de la Modernidad puede resultar más constructiva y afirmativa cuanto mejor reconozca su propia raigambre moderna. Aún si se denomina post-moderna, los motivos básicos para el sustentamiento y asentamiento de esta reflexión crítica provienen de esa amalgama rica y muchas veces paradójica que denominamos pensamiento moderno (o filosofía moderna). Vattimo, por ejemplo, nos ha dado un robusto ejemplo de esta línea de reflexión al proponer la kenosis (vaciamiento del propio ser) como una renovadora vía de entrada hacia el ideal cristiano de solidaridad, y con ello, un nuevo modo de comprender los niveles de validación de todo discurso humano. La misión redentora de Cristo exigía de él mismo una Encarnación que suponía un descenso radical desde las inalcanzables alturas del ser divino, a fin de que él pudiera padecer su terrible y significativo sacrificio desde su carne humana. Ampliando esta línea de reflexión hacia una dimensión hermenéutica más global, resulta que el sentido de todo discurso humano deberá orientarse hacia un “descenso” similar, un vaciarse de su propia tendencia a validarse desde los principios básicos de su paradigma articulador a fin de posibilitar un diálogo abierto (incluyendo tensiones llevaderas y confrontaciones bien llevadas) con otros discursos articulados desde paradigmas distintos. Esos paradigmas de los otros discursos nos son ajenos, pero nos puede unir esa capacidad de poder ir más allá de las tendencias conservadoras recurrentemente promovidas por cada ethos particular para vaciarse de dichas pretensiones en aras de un acercamiento hacia lo otro.


II.- Una defensa de la autorreflexión moderna


La racionalidad moderna ha adolecido y sigue adoleciendo en proporciones geométricas de actitudes monolíticas y líneas de acción unilaterales en nombre de una frontal instrumentalización de sus concepciones abstractas de libertad, justicia e igualdad. Ésta es una piedra de toque que nos apela continuamente en las reflexiones y debates académicos que salen continuamente a colación. ¿Qué tipo de iconoclasia podría ser el adecuado? Un tipo puede ser visceral y apabullante, acorde con la imagen del rebelde marginal dispuesto a hacer de la negativa su lema. Esta iconoclasia no reconoce matices en la ideología y los efectos de la Modernidad, simple y llanamente promueve un rompimiento con todo el bloque, y en el camino, se postula como la única alternativa válida de comprensión de la relación entre el hombre y el mundo. En otras palabras, promueve el sueño del retorno al ancien régime – lo cual supone un decisivo apartamiento del ideal de liberación del pensamiento que la había motivado en primer lugar, una posición de conservadurismo que ha de liberarnos de toda pretensión de liberación que se nos pueda ir de las manos. Esta posición critica el arbitrario y fundamentalista conservadurismo inherente al ideario liberal moderno para promover un recto conservadurismo, y en tanto recto, presto a avalar jerarquías y hegemonías (renovadas o resucitadas). Nos invita a atrevernos a seguir la tradición, pero ello supone hundir la racionalidad humana en una concepción cuadripléjica de la tradición en nombre del seguimiento del “orden natural de las cosas”. Ello puede explicar su obsesión por mostrar ejemplos sórdidos de los abusos terribles de la razón instrumental: la industria bélica atómica, la deflagración ambiental, la postergación de comunidades nativas y minoritarias, los excesos de la institucionalidad política, etc. Es cierto, el dominio de la racionalidad científico-tecnológica ha creado efectos devastadores en la gran comunidad humana, su entorno, y ha trastocado severamente varias cosas que sería mejor tener como valiosas sin mayores condiciones. Pero esta capacidad destructiva no es ajena a otras formas de racionalidad, la heterofobia que ignora y/o destruye no es exclusiva de la racionalidad moderna; de hecho, resulta más terrible en el modelo del ancien régime, porque en dicho caso, se es consciente de dicha heterofobia y se articula una justificación “metafísica” para la desigualdad desde la cual se realiza la alterofobia. Ni siquiera es exclusiva de otras racionalidades, y es de lamentar que hasta el día de hoy, so pretexto de mantener la vitalidad de la tradición se manejen esquemas exacerbados de sanción y discriminación contra grupos humanos más débiles, minoritarios, sometidos, descastados, infieles. La destrucción de las Estatuas Budistas de Bamiyan por obra y gracia del régimen afgano talibán es una declaración ostentosa de enfermiza marginación heterofóbica, apoyada en la pretensión de conocer de manera irrefutable cómo debe ser el ethos musulmán bien entendido, el encuadre socio-político perfecto para el auténtico creyente. Un ímpetu similarmente destructivo es el que empuja a los iconoclastas de este tipo visceral a pretender destruir las honras de personas que han dejado buena constancia pública de su compromiso por la libertad y dignidad en nuestros tiempos, en nuestros espacios, en la historia reciente de nuestro país.

Me permito en este punto defender el otro tipo de iconoclasia, uno más acorde con el modelo hermenéutico de la kenosis vattimiana. La clave, en mi humilde opinión, para focalizar coherentemente cualquier crítica seria contra los modos en que se ha plasmado el ideario moderno en la política, la ciencia, la cultura, la sociedad civil, el desarrollo tecnológico-industrial, etc., está en cuestionar desde dentro las maneras unilaterales en que se han aplicado y justificado el predominio de la razón instrumental, la burocratización de la vida pública y el asentamiento de determinadas hegemonías a través del fenómeno de la globalización. La crítica debería hacerse desde dentro porque de ahí se deriva todo un abanico de posibilidades para el paradigma de la solidaridad, una faceta de la Modernidad que no ha tenido todo el peso que debiera a lo largo de los últimos siglos pero que ahora estamos en posición de explotar. Me refiero a la faceta de la autorreflexión, entendida no ésta como la autoafirmación justificadora del sujeto moderno originario, sino como la capacidad del hombre, como individuo y como ethos viviente, de repensar sus propios parámetros y paradigmas a fin de tomar una razonable distancia hipotética frente a sí mismo en aras de aclara sus propias prácticas de apertura hacia y comprensión del otro. Lejos de añorar el modelo del ancien régime, esta iconoclasia aspira a toda costa a mantener niveles de equidad en el contacto entre modos de pensar heterogéneos, priorizar con el máximo sigilo posible el esquema de la solidaridad por sobre el esquema de la objetividad (usamos ahora un vocabulario rortyano). Nada de esto garantiza la imparcialidad usualmente deseada en este tipo de empresas, y de hecho, solo se puede caer en la cuenta de que dicha imparcialidad es imposible, y es justamente desde esta advertencia que se pueda desarrollar el glorioso legado de la libertad moderna de manera constructiva y dignificante.

Denunciar la ingenuidad (muchas veces completada con malicia) de esta aspiración a la imparcialidad no debería necesariamente implicar una demolición radical del ideario moderno para luego recuperar modelos pre-modernos e instaurarlos sobre las ruinas de aquél; denunciar el sueño de la imparcialidad puede también significar la revalorización y fortalecimiento de la autorreflexión como base compartida para el diálogo entre culturas y comunidades, diferentes entre sí pero igualmente comprometidas con el mundo en el que todas ellas viven. Criticar las malas aplicaciones de una parte predominante del ideario moderno es una actividad de genuino compromiso con el otro que me apela desde su alteridad, eso es lo que sucede cada vez que se defienden causas de preservación del medio ambiente, de idiomas y significados propios de comunidades minoritarias, de ampliación de las condiciones para una auténtica democracia, de convivencia intercultural, etc. ¿No es éste el uso público de la razón que formaba parte integral del ideal kantiano de la Ilustración? Pocos autores tan emblemáticos como Kant salen a relucir cada vez que hacemos evaluaciones críticas de los iconos morales y políticos de la Modernidad, y sin embargo, en el seno mismo de su obra encontramos una base sólida para proyectarnos hacia una crítica constructiva de una manera incorrecta de entender y concretizar dichos iconos. Cuán lejos estamos nosotros de confiar ciegamente en los modelos de ciudadano y ser racional que atravesaron las teorías ética y política kantianas, pero no necesitamos ignorar su faceta más creativa en nuestra empresa crítica de los resultados específicos del proyecto moderno. Si existe algo así como una recta iconoclasia, ¿no sería ésta la vía desde la cual elaborar todas sus posibles variantes?, ¿no sería ésta la estrategia más inteligente para evitar toda tentación de heterofobia? Me siento tentado a responder que sí, pero prefiero dejarme a mí mismo en un cierto nivel de incertidumbre respecto a esta pregunta, la cual dejo servida para quienes tengan a bien prestar algo de su tiempo a la reflexión expuesta aquí.



Imagen tomada de aquí.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

ISAIAH BERLIN Y LA CUESTIÓN LIBERAL



Gonzalo Gamio Gehri


Isaiah Berlin es – qué duda cabe – uno de los pensadores liberales más importantes de la historia contemporánea de las ideas. Ofreció una lectura hermenéutica - no contractualista ni economicista - del liberalismo, poniendo énfasis en sus fuentes morales y políticas originarias, de inspiración pluralista. Allanó el camino, en ese sentido, a pensadores como Judith Shklar y Michael Walzer, que siguieron esa dirección. Es una lástima que la comunidad filosófica hispanoamericana no haya dedicado aún parte de sus esfuerzos a discutir las obras de este notable académico inglés de origen ruso, más allá de algunas lecturas del ya clásico ensayo Dos conceptos de libertad.

Quisiera comentar brevemente – valiéndome del formato no monográfico propio de los blogs – algunas reflexiones de Berlin presentes en la carta a George Kennan, fechada el 13 de febrero de 1951. Voy a centrarme en el asunto principal, dejando para otra ocasión un análisis detenido de las alusiones del autor a los filósofos de la moral y de la historia, que nutren el texto. Mi interés principal es abordar directamente el tema de lo moralmente inaceptable, la corrosión deliberada de la capacidad humana de elección con fines de control. Esa es, a juicio de Berlin, una cuestión liberal de singular importancia, acaso la cuestión liberal por excelencia.

Berlin sostiene que el punto de partida de la ética moderna es la descripción del ser humano como un fin en sí mismo, depositario de dignidad y capaz de producir y examinar principios de acción.

“`(La idea) parece querer significar esto: que se presupone que todo ser humano posee la capacidad de elegir lo que quiere hacer y ser, al margen de lo estrechos que sean los límites dentro de los cuales puede elegir, y al margen de lo apurado que esté por circunstancias que escapan a su control”[1].

La consideración sensata – y la aplicación - de distinciones cualitativas respecto de las prácticas y las relaciones humanas implica el reconocimiento de la condición de agente de los seres humanos, criaturas libres que pueden responder por sí mismos y rendir cuentas de sus actos. Eso, advierte Berlin, “es lo único que hace noble a la nobleza y hace sacrificado el sacrificio”[2]. El autor hace suya la declaración de Iván Karamazov según la cual ningún paraíso de felicidad humana puede justificar la eliminación de la capacidad de agencia, la tortura del inocente o la sumisión de la voluntad: “se ha puesto un precio demasiado alto a la armonía. No nos podemos permitir pagar un precio tan alto para entrar en ella. Devuelvo mi entrada[3]. Pienso en el horror nazi en nombre de la presunta “dicha futura de la mayoría”, la idea reaccionaria de un Estado confesional basado en la promesa de la salvación por la “vera doctrina”, o la invitación comunista a pagar una “cuota de sangre” para lograr la utopía de una sociedad sin clases. En todos estos casos, se trata de subordinar de manera absoluta el libre discernimiento a la idea de ‘felicidad’ sobre la base de un supuesto conocimiento de la esencia del “hombre nuevo”, del curso necesario de la historia o del orden natural de las cosas. En todos estos casos, se trata de convertir al ser humano en un mero instrumento de proyectos “superiores” o “trascendentes”. Proyectos en los que se pasa – en nombre de la Realidad – por sobre la libertad de las personas, porque “el que obedece no se equivoca”. Lo que repele en estos casos, sostiene Berlin, no es sólo la crueldad, sino la disposición a aniquilar el pensamiento de las víctimas.

“Lo que nos revuelve, lo que es indescriptible, es el espectáculo de un grupo de personas que se inmiscuyen tanto y se “meten tanto” con los demás, que los demás acaban haciendo su voluntad sin saber lo que están haciendo; y al hacer esto pierden su condición de seres humanos libres, y de hecho, su condición de seres humanos” [4].

Este argumento precisamente llevó a Berlin a asumir posiciones liberales, y a hacer de los autores reaccionarios y románticos (incluido el propio Marx) un objeto de investigación histórico-filosófica. La suscripción del ideario liberal llevó a Berlin y a sus discípulos a enfrentarse a espíritus paleoconservadores, que encontraban (y encuentran, pues todavía existen ideólogos de esta 'línea' por estos lares) en la valoración de la deliberación y la elección individuales una suerte de peligrosa invitación al "nihilismo" (¿?). No pocos enemigos de la modernidad consideran que la democracia es el "gobierno de los inútiles". Se trata muchas veces de agitación y propaganda retro y expreso patetismo antes que de genuina filosofía. El liberalismo – se objetará – constituye también una perspectiva sobre el hombre y su vida, en torno a la cual se tejen instituciones, normas, y formas y mecanismos de adhesión y obediencia legal y política. Evidentemente se trata de un tejido real, pero el pensamiento liberal promueve la práctica de una actitud falibilista, que vindica el examen crítico de las propias tradiciones e instituciones, y deja un terreno más o menos extenso para el discernimiento y la elección en materia del propio credo y el diseño de los planes de vida (por eso valora tanto la pregunta "Cuánto gobierno tiene que haber?"[5]). El énfasis liberal en el ámbito público (relativo a la estructura básica de la sociedad y al sistema de derechos) convierte a este punto de vista – al menos en mayor medida que las teorías competidoras – en una concepción de la justicia convergente con el cultivo de la diversidad ética y religiosa.

Las democracias liberales, en contraste con sus rivales, aspiran a constituir esquemas sociales que por lo general se concentran más en el cuidado de la justicia y la libertad que en la felicidad (recordemos las consideraciones de Berlin sobre el carácter heterogéneo y conflictivo de los valores) . Y esto porque en el seno de sus instituciones se asume que cada individuo puede formarse – a partir de la interacción y el debate en las asociaciones a las que pertenece o elige pertenecer – una imagen razonable y abierta de la plenitud humana que merece la pena buscar, sin necesidad de imponerla al vecino, desde el gobierno o por la fuerza. Sin esa capacidad básica de elección, arguye Berlin, “no podrán ser felices o infelices en ningún sentido en el que valga la pena una condición u otra”[6].



[1] Berlin, Isaiah "Carta a George Kennan" en: Sobre la libertad Madrid, Alianza 2008 p. 378.

[2] Ibid.

[3] Los hermanos Karamazov Libro V, capítulo IV.

[4] Berlin, Isaiah Sobre la libertad Madrid, op.cit. p. 380.

[5] Berlin, Isaiah "Libertad" en Sobre la libertad Madrid, op.cit. p. 322.

[6] Berlin, Isaiah "Carta a George Kennan" op.cit.. 383.


viernes, 20 de noviembre de 2009

REPARACIONES Y BATALLAS CONTRA EL OLVIDO


REFLEXIONES SOBRE UN TEXTO DE SANTIAGO ALFARO


Gonzalo Gamio Gehri


En el último número de Poder, en el artículo El crimen del Olvido, Santiago Alfaro reflexiona sobre los efectos funestos de Las diversas estrategias del control sobre la memoria, la imposición del olvido y la impunidad. El telón de fondo de la columna de Alfaro es el abandono gubernamental de las políticas de reparación y justicia, expresado en la desatención en materia presupuestal y de respaldo político al Consejo de Reparaciones. Se remite acertadamente al horizonte más amplio de la recuperación de la memoria como forma de liberación ética y política, a partir del comentario de un texto de Primo Levi.

“En el prefacio de Los hundidos y los salvados, Primo Levi, escritor-testigo del holocausto judío, cuenta que los soldados de las SS se divertían en advertir lo siguiente a los prisioneros del campo de exterminio de Auschwitz: “De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra ustedes la hemos ganado; ninguno de ustedes sobrevivirá para dar testimonio de ella, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no le creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con ustedes serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a permanecer, y aunque alguno de ustedes llegase a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que cuentan son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros que lo negaremos todo, y no a ustedes. La historia de Auschwitz, seremos nosotros quienes la escribiremos”.

Para contrariedad del agente de la SS, la vida se sobrepuso a la muerte, y el ejercicio de la memoria prevaleció sobre el olvido. El testimonio y la larga agonía de Levi da cuenta de lo vivido, del escándalo que significó la Shoah en plena ‘época de la ciencia’. Levi nos habla del deber de memoria que representa el compromiso moral de los ciudadanos frente a la injusticia vivida por las víctimas, y con los seres humanos del futuro, que tiene que traducirse en la construcción de instituciones y formas de vida que prevengan estas formas de violencia, a fin de que estos sucesos no se repitan. Los perpetradores buscan erradicar el recuerdo, allanando el camino del negacionismo que hoy practican sus primos ideológicos, tan bien dispuestos a presentar batalla frente a la anamnesis – presuntamente “euro-sionista”- del Holocausto, a partir de patéticas teorías conspirativas. Se trata del viejo anhelo de reprimir la memoria crítica. Alfaro continúa su presentación siguiendo ese hilo argumentativo.

“El régimen nazi planificó la “solución final” de tal manera que no dejara rastro. Luego de las humillaciones, cámaras de gas, masacres y asesinatos, vinieron los hornos crematorios, las fosas comunes, la eliminación del recuerdo. Los nazis sabían bien que la memoria era un campo de batalla, una manera de continuar la guerra por otro medio: el control de las interpretaciones del pasado. De allí que sus fábricas de la muerte fueran también del olvido.”[1]

Alfaro recurre al caso de la Shoah como preámbulo de una reflexión local en torno a los desafíos de la memoria. También en el Perú afrontamos una lucha contra el silencio. Se ha argumentado acertadamente en repetidas ocasiones que la CVR enmarcó su trabajo en el universalismo de los derechos humanos, una construcción social de origen liberal que ha procurado convertirse en foco de consenso intercultural (véase, por ejemplo, los textos de Juan de la Puente y Ciro Alegría sobre la materia). No se trata de una “estrategia socialista”. En el léxico político de Cicerón y Shklar – que he recogido y discutido en Tiempo de memoria – se trata de reconstruir la narrativa de la tragedia padecida para discernir nuestra responsabilidad frente a lo vivido desde nuestra condición de ciudadanos, autoridades, agentes del Estado, etc., en términos de injusticia activa y pasiva, pero también en términos de coraje, solidaridad y heroísmo.

“Las víctimas son los testigos de las injusticias cometidas. Su voz nos habla de lo sucedido y de lo que podría volver a suceder, de las contradicciones de nuestra convivencia y de las claves para enmendarlas, de las responsabilidades de quienes se convirtieron en verdugos y de los que se mantuvieron indiferentes frente a la tragedia. Tenerla siempre presente no es un obstáculo, sino la condición básica para alcanzar la reconciliación, entendida como “el proceso de restablecimiento y refundación de los vínculos fundamentales entre peruanos” (Informe Final de la CVR).

Escuchar a las víctimas (a todas las víctimas sin excepción, para ser claros con los negacionistas criollos, y también con los "foráneos") constituye el primer paso en el proceso de restitución de sus derechos ciudadanos, atropellados por la violencia directa – terrorista y represiva - y convertidos en abstractos por la pobreza, la exclusión social, y por la indolencia de la (autodenominada) “clase dirigente” y por los habitantes del “Perú oficial”. Esta ausencia de reconocimiento se reproduce cuando las autoridades desdeñan la tarea de reparar a quienes sufrieron y de extraer lecciones del pasado. Se insinúa que la memoria y la justicia “desmoralizan” a quienes representan al Estado y a quienes tienen la misión de defenderlo. “Voltear la página” – no seguir investigando ni denunciando delitos - sería más “conveniente” para quienes así piensan.

Por esta razón, las víctimas representan una autoridad moral que no puede ser acallada. El olvido es otra forma de condena para ellas y sus descendientes, una réplica de los crímenes que ocasionaron su desaparición, muerte y/o dolor. Asimismo, el olvido impide al resto de la sociedad explicar la violencia, conjurar las causas que la motivaron, ajusticiar a quienes la ejercieron indebidamente y transmitir a las nuevas generaciones las lecciones que nos deja. El recuerdo se convierte de esta manera también en un deber moral para todos”.

Alfaro nos advierte acerca del peligro consistente en canjear reparaciones / obras por impunidad y silencio. O que se busque “atemperar” en los textos escolares la cruda verdad que la CVR da cuenta en su Informe. Nos invita a evitar el radicalismo maniqueo de cierta prensa – y de cierto sector conservador de la política peruana - que acusa infundadamente a los defensores de los derechos humanos de no cerrar filas a favor del Estado, “traicionando sus valores” al “reabrir viejas heridas”. Curioso argumento de los antiliberales; hasta donde se sabe, al menos si tomamos en serio nuestra Constitución y los principios del Estado de derecho, el fin de la sociedad y de las instituciones políticas es la persona humana. No hay “valor político superior” frente a la protección de la vida, dignidad y libertades de las personas.

“Masacres como las de Putis, Accomarca o Barrios Altos tienen responsables. Pretender que sean juzgados no implica validar el terrorismo, tampoco atentar contra las Instituciones Armadas. Eso solo cabe en mentes que desprecian la dignidad humana. Por el contrario, el establecimiento de una frontera entre lo prohibido y lo permitido a través del castigo a los culpables, las civilizaría y reconciliaría con la población. Nada justifica, entonces, que la justicia se canjee por reparaciones ni las reparaciones por un museo, tal como parece ser la lógica del alanismo en funciones.”

La reflexión de Alfaro es aguda y polémica. Creo que la composición de la directiva del Museo de la Memoria – cuya construcción el autor de la nota que reseñamos considera necesaria - no permite que el gobierno pueda utilizar el Museo como un gesto vacío frente a la necesidad de justicia y reparación. Hasta donde tengo conocimiento, se tratará de un espacio de reflexión sobre el pasado, pero también sobre las tareas pendientes en materia de inclusión y derechos humanos. Más allá de este punto – y de una objeción de detalle en torno al uso del término equívoco “ajusticiar” – debo decir que estoy enteramente de acuerdo con el texto de Alfaro. El texto enmarca muy bien el tema de la precaria situación del Consejo de Reparaciones dentro de una lectura más general de la indiferencia de la Administración García frente a las cuestiones relativas a la justicia y los derechos de las víctimas. Nos recuerda, finalmente, el talante anti-transicional de la agenda de este gobierno, así como sus esfuerzos por retornar a una penosa situación de “normalidad política”, en los términos de la no menos penosa política tradicional criolla de las últimas décadas.



[1] Las cursivas son mías (G.).

lunes, 16 de noviembre de 2009

LAS ‘LEYES DE LA HÉLADE’ Y LA PROYECCIÓN EMPÁTICA





EN TORNO A UN DIÁLOGO ENTRE TESEO Y ETRA EN LAS SUPLICANTES*



Gonzalo Gamio Gehri



Ampliar nuestros vínculos empáticos constituye una importante innovación narrativa[1]. Consideremos este punto a la luz de un ejemplo literario, clásico. En más de un sentido, esto es estrictamente lo que sucede en Las Suplicantes. Como el lector recordará, las mujeres argivas piden a Teseo intervenir en el conflicto con Creonte, que no quiere ceder los cadáveres a sus madres y esposas. Hemos dicho que la respuesta inicial del rey ateniense es negativa: no quiere involucrar a la pólis ática en un enfrentamiento que ha rondado con singular interés la mala fortuna. Según la cosmovisión mítica griega, los seres humanos cuyos cuerpos no recibían la sepultura debida y los ritos fúnebres en honor a los dioses subterráneos quedaban sin posibilidad alguna de descender al Hades. Quedan condenados a vagar por la tierra. Por ello la justificada desesperación de estas mujeres, que recurren a Etra – la madre de Teseo - para persuadir al joven monarca.

La reina intenta convencer a su hijo acerca de la justicia de la petición de las mujeres argivas. Como madre, ella entiende su dolor, puede ponerse en su situación sin mayores dificultades. Los soldados invasores fueron muertos en el campo de batalla, ellos ya recibieron su castigo ¿Para qué ensañarse con sus cadáveres? El entierro y el cumplimiento del ritual constituyen exigencias que plantean las leyes del mundo de abajo, leyes que todos los griegos deben honrar por respeto a los dioses del Hades. Ni los tebanos ni los argivos son “bárbaros”: ellos conocen perfectamente lo que corresponde hacer con los cuerpos de los guerreros muertos. Se trata de una invitación a trascender las leyes de cada pólis hacia normas más generales y sagradas. La recuperación de los restos del ejército derrotado debería ser considerada una misión sagrada para el propio Teseo.

“Hijo, en primer lugar te apremio a que no yerres deshonrando las leyes divinas. ¡Cuidado, no vayas a errar en esto cuando eres sensato en lo demás!

En segundo lugar, si hubiera que ser audaz con quienes no han recibido agravio, yo me callaría de buen grado. Ahora bien, considera cuánto honor te puede reportar (a mí, desde luego, no me produce miedo el aconsejarte) el constreñir con tu brazo a hombres violentos que impiden a los muertos tener su tumba debida y exequias; y poner coto a quienes tratan de violar las tradiciones de toda la Hélade[2].

Como constatamos en este caso, la invocación a la empatía no está reñida con la apelación a una justicia mayor a la que está implícita en las costumbres locales. Hemos señalado que la exclusión y la violencia constituyen expresiones que ha menudo proceden de los intentos de los agentes de imponer(se) una identidad singular que a menudo se define de manera contradistintiva. Reconocer la pluralidad de nuestras identidades, así como la diversidad de los compromisos que emanan de ella, constituye un buen punto de partida para descubrir el valor de otros modos de estar en el mundo. A través del contacto con los otros percibimos la riqueza de las diferencias humanas pero también identificamos lo que tenemos en común: por ejemplo, nuestras maneras similares de reaccionar frente a la muerte de quienes amamos, nuestros modos de expresar amor y consuelo. No sólo Etra y Teseo – tan cercanos a las viudas y madres argivas en tanto comparten los marcos referenciales de tipo religioso y moral que sostienen las leyes del mundo subterráneo – pueden contemplar conmovidos el dolor de quienes necesitan celebrar las exequias de los suyos para lograr algo de paz. También nosotros, seres humanos del siglo XXI, podemos sentirnos concernidos por la sensación inicial de desamparo de las mujeres de Argos. Podemos proyectar sobre ellas nuestras propias experiencias de dolor, o, por ejemplo, las vivencias de nuestros compatriotas en el Ayacucho de los años del conflicto armado interno.


* Se trata de un fragmento de un texto mayor acerca de los estudios sobre la empatía, la identidad vista a través de la ética narrativa y la Paz.

[1] Cfr. Rorty, Richard “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo” en: Verdad y progreso Barcelona, Paidós pp. 219 – 42.

[2]Suplicantes, 303-314 (las cursivas son mías).

miércoles, 11 de noviembre de 2009

UNA CONVERSACIÓN SOBRE LA UNIVERSALIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS



EL ‘MODELO EPISTEMOLÓGICO’ Y LA CULTURA DE LOS DERECHOS HUMANOS


Gonzalo Gamio Gehri


Es un gusto presentar aquí un interesante y polémico texto de Ricardo Vásquez Kunze – abogado y agudo periodista, columnista de Perú 21 – sobre el tema de la universalidad de los derechos humanos. La pluma de Vásquez Kunze presenta la voz de una derecha moderna e inteligente, a la que hay que escuchar y con la que hay que discutir. En el presente ensayo, el autor plantea sus reflexiones desde una valoración de la modernidad que concibe como realista frente a los “exabruptos postmodernos”. Critica aquello que considera el “utopismo” de los derechos humanos, aunque al final de su reflexión los defiende como locus de la vindicación de la integridad y la libertad de las personas.

1.- El autor sostiene que los derechos humanos se sostienen si y sólo si son expresión de un ‘mandato de la naturaleza esencial del ser humano’. Por lo tanto, carecería de sentido describirlos como parte de una doctrina o de una cultura, categorías usadas para describir construcciones sociales contingentes.

Seguidamente, señala que ese esencialismo es cuestionado por la ciencia jurídica, las religiones y la filosofía postmoderna.

2.- Indica que la ciencia jurídica emerge como alternativa al iusnaturalismo, doctrina metafísica y teológica que plantea la existencia de derechos universales. Como no sería posible derivar derechos de los hechos naturales, no existirían tales derechos. Los derechos humanos tendrían que ser positivos para que cuenten como tales.

3.- La religión rechaza los derechos humanos por su antropocentrismo. Sólo el cristianismo valora tales derechos. De acuerdo con Vásquez Kunze, incluso el cristianismo tiene problemas con la perspectiva de derechos humanos cuando se trata de reivindicar los derechos de las mujeres o de los homosexuales.

4.- La filosofía postmoderna desestima los grandes relatos, incluyendo los que sostienen el fundacionalismo moderno. Al cuestionar la racionalidad apodíctica ilustrada, los postmodernos dejan sin “suelo” a los derechos humanos.

5*.- No obstante, el autor defiende la necesidad de la defensa de estos derechos. Contra las objeciones de la ciencia jurídica, Vásquez Kunze recuerda que los derechos humanos ya son parte del derecho positivo local e internacional, que son parte del “espíritu objetivo” de occidente.

5**.- Contra las objeciones religiosas, señala que la defensa de los derechos humanos entraña profundizar en la laicidad de la cultura occidental postilustrada. “Romper el hechizo”.

5***.- Contra las observaciones postmodernas, recomienda perseverar firmemente en la modernidad. Arguye que “con todos sus defectos, ésta es muy superior a cualquier relativismo conceptual y práctico donde, como con los sofistas de la Grecia clásica, cualquier cosa y su contrario son posibles y deseables”.

He resumido el texto de Vásquez Kunze enumerando sus afirmaciones, casi a modo de notas al pie de página. Su ensayo es creativo, está muy bien escrito, y expresa honestamente la posición del autor. Discrepo con la tesis central, pero encuentro que es un texto interesante que nos invita a generar un fecundo debate.

Sólo permítanme plantear unas cuantas ideas críticas para abrir la discusión.

1.- Pienso que los cuestionamientos de Vásquez Kunze pueden ser contundentes si nos situamos en el ‘modelo epistemológico’ (básicamente representacionalista), esto es, el esquema sujeto-objeto, la verdad como adecuación, la mente como espejo del mundo, y el mundo como el reino de las “esencias”. Bajo ese molde, la triple fuente de críticas a los derechos humanos se plantea como sólida. O estos derechos se refieren a “lo esencial” o no existen como tales.

Sin embargo, si uno asume razonablemente el esquema pragmatista, basado en la inscripción de los agentes prácticos en el mundo con el propósito fundamental de hacerlo más confortable (transformándolo o adaptándose a él) y reducir el sufrimiento, el panorama cambia radicalmente. No es el conocimiento, sino el logro del bienestar y la libertad, los fines de la razón práctica encarnada. Entonces las observaciones críticas señaladas se relativizan, e incluso se debilitan. En clave pragmatista los conceptos, metáforas y valoraciones son “herramientas sociales”, antes que reflejo teórico de las “esencias”. No necesitamos pronunciarnos sobre una supuesta 'naturaleza humana ahistórica' para suscribir la validez del sistema de derechos; debemos indagar si el sistema de derechos puede generar instituciones y formas de vida que promuevan eficazmente el bienestar, la libertad y la reducción del sufrimiento de los individuos en sus comunidades. En esta perspectiva, los derechos humanos sí constituyen una forma de cultura que pretende convertirse en foco de consensos prácticos intercomunales.

Estas consideraciones prácticas están a la base del poderoso universalismo moral subyacente a la cultura de los derechos humanos (y ciertamente no presuposiciones de tipo fundacionalista o esencialista). Appiah refleja esta postura cuando señala que “no podemos decir que la noción de derechos humanos esté metafísicamente desnuda; sin embargo, en cuanto a lo conceptual debe – o debería llevar – pocas ropas. No cabe duda de que no necesitamos concordar en que se nos haya creado a imagen y semejanza de Dios, o en que tengamos derechos naturales que emanan de nuestra esencia humana, para concordar en que no queremos ser torturados por los funcionarios del gobierno, ni estar expuestos a arrestos arbitrarios, ni que se nos quite la vida, la familia o la propiedad”[1].

2.- Considero acertada la respuesta contenida en 5*: los derechos humanos ya son parte de nuestros acuerdos internacionales y están en nuestras constituciones, están encarnadas en la legislación y en el ethos. Ello permite que incluso los Estados puedan ser fiscalizados y denunciados cuando violan los derechos de sus ciudadanos. Por supuesto, esta realidad podría perfeccionarse y queda mucho por hacer (por ejemplo, que Estados Unidos suscriba la Corte Penal Internacional).

3.- No es exacto sostener que la tradición judeocristiana sea ajena a la cultura de los derechos humanos; muchas lecturas del Evangelio son convergentes con los principios que la Declaración Universal de los derechos humanos entraña (de hecho, la Declaración fue elaborada en el contexto de diálogos de carácter intercultural e interreligioso sobre el tema. Se conocía la opinión positiva de Maritain y de Gandhi sobre los principios que inspiraron la Declaración, y es conocida también la posición de Juan Pablo II sobre el tema. Ciertamente, es preciso señalar que la cultura de los derechos humanos pretende ser razonable para los espíritus religiosos como para los espíritus seculares, y no reclama, como hemos visto, un “fundamento religioso” vinculante.

4.- El debate modernidad / postmodernidad continúa en diferentes formas, y es preciso señalar que la opción postmoderna no es en sí misma reactiva frente al cosmopolitismo de los derechos humanos. No comparto la dura crítica del autor al postmodernismo, pues no todos los postmodernos asumen la misma postura. Piénsese en el caso de Richard Rorty, quien sostiene que la cultura moral de los derechos humanos puede expandirse en el mundo a través del debate y la educación de las emociones. Rorty cuestiona severamente el aparato fundacionalista ilustrado, pero no cree que esta crítica implique la defunción de las instituciones democráticas, el sistema de derechos y la ética pluralista, como algunos noveles aprendices “pseudo-postmodernos, tradicionalistas y antiliberales” sugieren sin el menor cuidado y recato. Ello supondría dar un “salto” aparatoso y absurdo en el plano conceptual, y funesto en la práctica (¿En nombre de qué alternativa, además? ¿El retorno del imperio Habsburgo o algún “sueño” monárquico semejante? El remedio sería mucho más letal que la enfermedad). Esos epígonos del ultramontanismo que no han llegado a la mocedad filosófica suponen estrafalariamente que las críticas a la idea moderna de 'objetividad científica' o a la antropología contractualista podrían sustentar que se avale irresponsablemente (como ellos hacen) los crímenes de La Cantuta. Frente a esos delirios antimodernos, Vásquez Kunze - cuyas críticas al tradicionalismo criollo son conocidas - opta saludablemente por la modernidad. Recordemos una antigua columna suya donde afirma lúcidamente que el epidérmico alegato ultraconservador en favor de "la diferencia" encubre diversas formas de intolerancia política y religiosa. El autor denuncia que ese discurso tradicionalista, "enmascarado de postmodernismo", entraña una actitud hipócrita frente al respeto a la diversidad:


“Sé de varios cucufatos que se llenan la boca de “derecho al disenso” contra el mundo moderno, pero que no dudarían un momento, si tuvieran el poder, en censurar con hierro candente las “blasfemias a la fe”. No faltan los que reivindican su derecho a jugar a las espaditas como la mejor forma de gobierno”.


Yo también defiendo el ideario práctico de la modernidad, aunque desde una vertiente hermenéutica, que vindica – por las razones expuestas aquí y en otros lugares – la ética de los derechos humanos y las políticas democráticas. Se trata de un derrotero razonable, desde el cual es posible cultivar las diferencias sin descuidar las exigencias de la libertad y la justicia.

En fin, son sólo algunos breves comentarios. El diálogo está abierto.



DERECHOS HUMANOS: ¿EL FIN DEL SUEÑO UNIVERSAL?


Ricardo Vásquez Kunze*


Introducción. Es difícil hablar de una ‘doctrina’ o ‘cultura’ de los Derechos Humanos sin desconocer lo que los activistas de éstos proclaman como su esencia, a saber: el carácter intrínseco de los Derechos Humanos al género humano. En otras palabras, la existencia de determinados derechos que el hombre tiene por el solo hecho de serlo y, por lo tanto, que todos los hombres tienen sin excepción.

Digo que es difícil hablar de doctrina porque, si los Derechos Humanos fueran una doctrina o una cultura, estaríamos admitiendo en realidad que esa esencia de la que hablan los activistas es opinable como cualquier doctrina y contingente como cualquier cultura. Y, entonces, si es doctrina o cultura, está lejos de constituir ese ‘mandato de la naturaleza’ que pretende ser en tanto derecho universal de la humanidad.

Porque, de más está decir que en tanto ‘derecho’, los Derechos Humanos no podrían ser más que un mandato, una orden, una disposición que, en tanto intrínseca a la naturaleza (humana), es un mandato, una orden o una disposición de la propia naturaleza.

Pero he ahí el detalle. Si esto es así, no puede ser doctrina, entendida ésta como un canon de fe, ni cultura, en tanto que convención histórica. Sin embargo, desde hace mucho tiempo ya, los propios activistas y académicos vienen hablando de una ‘doctrina de los Derechos Humanos’ o de una ‘cultura de los Derechos Humanos’, negando así, ellos mismos, lo que he señalado anteriormente como su esencia.

Este hecho revela de por sí cuán polémico resulta el tema de los Derechos Humanos cuya pretensión, en base a su esencia, es la universalidad. Porque, si ya existe una paradoja en los términos mismos por el que son presentados (doctrina, cultura) por sus propios apologistas, existen además cuestionamientos que la época que nos toca vivir señala como reales.

Me refiero a los de la ciencia, la religión y la filosofía. Es cierto que estos cuestionamientos han estado desde siempre pero, durante el siglo XX y, en especial en el último cuarto de ese siglo, los Derechos Humanos parecieron haber superado en los hechos a cualquier antagonista.

Esto, sin embargo, ha cambiado radicalmente en la última década. Hoy, está más que claro que no existe un consenso mundial sobre su vigencia. La religión, que parecía una superchería olvidada o en descrédito, ha vuelto con fuerza inusitada al primer plano de los hechos del mundo en una versión muchas veces fanática que, como veremos en su momento, no tiene miramiento alguno con los Derechos Humanos. La filosofía occidental, que ha ‘evolucionado’ a la posmodernidad, desacredita la ‘modernidad’ de los Derechos Humanos y, por lo tanto, dinamita sus cimientos más preciados: el totalismo universal. Finalmente, los Derechos Humanos están fuera del alcance de la ayuda que le pueda brindar la ciencia, para el caso la jurídica, en la medida de que jamás pudo, desde su origen, superar en el plano de las ideas, las objeciones de ésta.

Así pues, no son nada halagüeños los retos a los que se enfrentan los Derechos Humanos en el siglo XXI. Y no lo son, porque no son retos para su superación, sino para su supervivencia.

La oposición de la ciencia jurídica. La ciencia del derecho, entendida como positivismo jurídico, nace por contraposición al jusnaturalismo, una vieja y arraigada doctrina avalada por el cristianismo y, por lo tanto, por la religión. El derecho, según esta doctrina en su versión teológica, se funda en un orden natural querido por Dios. De ahí se sigue que el derecho positivo deba ser consecuente con el derecho natural para su validez y legitimidad. Esta proposición es el punto medular que da origen al nacimiento de la ciencia jurídica. Ésta desconoce cualquier fundamento natural o divino para la validez de las normas jurídicas y la legitimidad de un orden jurídico cualquiera. Es más, rechaza cualquier explicación de los fenómenos jurídicos basada en premisas fuera del derecho mismo, como harían la física, la química o la biología en tanto que ciencias autónomas del saber humano.

De este modo, la ciencia del derecho es totalizadora como toda ciencia, pues excluye cualquier otra explicación o fundamento del fenómeno ‘derecho’ que no sea el de sus propios postulados científicos. En este sentido, la ciencia del derecho es una hija legítima de la modernidad iniciada con la Revolución Francesa.

Sin embargo, y he ahí la gran paradoja, la Revolución Francesa y la modernidad han parido también a los Derechos Humanos, cuyos orígenes están en la ya célebre Declaración Universal de los derechos del hombre y del ciudadano. El problema está en que, por donde se le mire, los Derechos Humanos sólo se explican por un argumento jusnaturalista. En efecto, los hombres son libres e iguales en derechos por un mandato de su naturaleza misma, esto es: la Razón. Nótese que aquí, muy de acuerdo con el tono de la modernidad, Dios ha cedido su lugar a La Razón Universal que estatuye los Derechos Humanos.

El hecho fundamental para saber por qué los Derechos Humanos no tienen una base científica desde el derecho, se encuentra en el raciocinio por el cual es imposible deducir un derecho cualquiera de la naturaleza. Y esto porque el derecho de alguien supone la obligación de otro y la naturaleza, en tanto un conjunto de hechos sometidos a la ley de la causalidad, no impone ninguna obligación a nadie y, por consecuencia, no confiere tampoco ningún derecho a los hombres o a cualquier criatura de la naturaleza.

Así las cosas, la única posibilidad para que se pueda hablar de Derechos Humanos desde las ciencias jurídicas es que éstos sean derechos positivos. Es decir, que formen parte de un orden jurídico determinado, sea nacional o internacional. Así pues, la existencia y validez de los Derechos Humanos se encuentra en la norma jurídica que los ampara, y no en la naturaleza humana.

De otro lado, si nos situamos fuera de la órbita de la ciencia jurídica, hablar de Derechos Humanos sería hablar de postulados políticos o ideológicos. Pero, en este contexto, el ‘derecho’ que contiene el término no es más que una arbitrariedad. Y, lo más importante, como cualquier arbitrariedad ésta carece de todo carácter universal.

La oposición de la religión. Las religiones son, en principio, opositoras conceptuales de los Derechos Humanos. Y lo son porque para la doctrina de los Derechos Humanos el centro del universo es el hombre mientras que para la religión es Dios. De este modo, es Dios, en principio, el que tiene todos los derechos y no el hombre, como sostiene la doctrina de los Derechos Humanos.

Es cierto que, dependiendo de las religiones, brillan los matices. El catolicismo, por ejemplo, dentro de la tradición cristiana, se proclama hoy férreo defensor de los Derechos Humanos. Sin embargo, en razón de la autoridad de la ‘palabra de Dios’, condena la homosexualidad y varios derechos que de esta condición puedan suscitarse, como el matrimonio entre personas del mismo sexo. También tiene que hacer piruetas conceptuales para suscribir la igualdad de géneros que proclaman los Derechos Humanos y, en razón de la misma autoridad divina plasmada en los Evangelios, recordarle a la mujer, cada vez que toma el sacramento del matrimonio, que su deber es obedecer al esposo.

Pero es en el Islam donde la oposición a la práctica de los Derechos Humanos es totalmente desembozada. Aquí, los Derechos Humanos se enfrentan a una serie de creencias de origen sobrenatural plasmadas en el Corán que, a diferencia del cristianismo, son defendidas violentamente a través de una ‘guerra santa’ que place a los ojos de Dios.

De este modo, la leyes temporales serán justas en la medida de que promuevan y garanticen la justicia divina. Mientras más cerca esté el derecho de los hombres del derecho de Dios, más justas serán las leyes temporales. Del mismo modo, menos justas serán mientras más se aparten de la justicia divina.

En los hechos, esto significa la tortura, la humillación, la vejación y hasta la muerte de un ser humano en nombre de la justicia divina aplicada por la ley del hombre. Es decir, la violación monda y lironda de los Derechos Humanos más elementales. Porque, como hemos dicho, aquí lo que importa es Dios y no el hombre.

En síntesis, tanto conceptual como prácticamente, la religión se está convirtiendo en el siglo XXI en el enemigo más descarnado de los Derechos Humanos, reclamando a sangre y fuego la ciudad de Dios en la Tierra. Esto, como es obvio, tiene una repercusión negativa, tanto práctica como conceptual, sobre la pretensión universal de esos derechos.

La oposición de la filosofía: El posmodernismo. Los Derechos Humanos y su universalidad no son sólo contradichos vigorosamente desde la ciencia y la religión, sino que la misma filosofía dentro de la tradición ilustrada que los avalaba a partir de la Revolución Francesa, los encara hoy con lo que se ha dado en llamar la posmodernidad.

En particular, esto se reconoce en una actitud de sospecha que es común entre los filósofos posmodernos ante la capacidad de la razón de abordar y resolver problemas relacionados al sentido de la existencia humana. Esto último ha hecho del discurso de lo posmoderno un peligro para las concepciones más racionalistas de la política, en particular en la filosofía política, donde se lo indica entre los discursos que ponen en riesgo las ventajas morales de las sociedades ilustradas modernas, pilar de los Derechos Humanos.

En su sentido más prístino, la consagración de la posmodernidad como tema de filosofía fue planteada por Jean-François Lyotard con el conocido libro La condición posmoderna (1979). Lyotard define la posmodernidad en el libro de 1979 como la época en que ha llegado a su fin la credulidad en los metarrelatos. El concepto de “metarrelato” es básico, pues tiene un claro resabio antimoderno. La “posmodernidad” se definía por la negación del concepto liberal de la historia como un “metarrelato”, es decir como una serie continua y progresiva de hechos que desembocaban en el triunfo del pensamiento y las instituciones liberales, de las cuales los Derechos Humanos forman parte principal.

Cuando hablamos de posmodernidad y de su peligrosa relación con las creencias e instituciones ilustradas, en particular con los Derechos Humanos, nos referimos no sólo a entidades abstractas relativas al pensamiento, sino incluso a la práctica de las filosofías derivadas o asociadas.

Así pues vemos cómo la corriente filosófica más importante de nuestro tiempo, al relativizar cualquier creencia o pensamiento, desafía el destino universal de los Derechos Humanos.

Posición personal. Los Derechos Humanos entendidos positivamente, es decir, emanados de un orden jurídico determinado, sea éste nacional o internacional, son un sistema deseable para la protección de la integridad física de las personas y de las libertades morales. Esto en cuanto a la objeción de las ciencias jurídicas.

En lo que se refiere a las objeciones religiosas hay que ser realistas y razonables. Está claro que los Derechos Humanos no están en condiciones de aspirar a la universalidad si un tercio del planeta es religioso militante y contrario a la práctica y al concepto de los Derechos Humanos. Teniendo esto claro, los Derechos Humanos como concepto y práctica deben afianzarse en Occidente, donde la laicidad forma parte constitutiva de nuestra tradición política. En este sentido, antes de predicar una universalidad práctica y conceptual que no se sostiene, hay que predicar que estos derechos se cumplan en Occidente

Finalmente, tratándose de las objeciones filosóficas occidentales como la posmodernidad, simplemente hay que perseverar en la modernidad y en la convicción de que, con todos sus defectos, ésta es muy superior a cualquier relativismo conceptual y práctico donde, como con los sofistas de la Grecia clásica, cualquier cosa y su contrario son posibles y deseables. En este sentido, si desde la posmodernidad la modernidad es una opción más, pues en Occidente debemos apostar firmemente por la modernidad.



[1] Appiah, K.A. La ética de la identidad Buenos Aires, Katz 2007 p. 369.

* Ricardo Vásquez Kunze es abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. El ensayo completo puede hallarse en www.ricardovasquezkunze.com (columnas Perú 21).