viernes, 27 de febrero de 2009

ESTADO TOTALITARIO Y ‘MORAL INTEGRISTA’





MI EPÍLOGO A LA DISCUSIÓN SOBRE EL ESTADO Y LA VIDA BUENA



Gonzalo Gamio Gehri


Revisando, en los últimos días, un festivo post de Carlos Pérez que evocaba la interesante relación entre Rock y política, caí en la cuenta que la larga y tenaz discusión en torno al Estado, liberalismo y vida buena necesitaba una reflexión final que sirviera de (provisional) epílogo. Hasta ahora, el debate se había desarrollado en el plano de los conceptos y – en el caso de algunos “críticos” – en el de las caricaturas. No se contó con la descripción de algún caso. Me gustaría escribir algunas líneas en esta dirección.

Hemos sostenido – siguiendo algunas líneas conceptuales desplegadas en la tradición liberal – que un Estado democrático ha de hacer epoché (suspensión de juicio) respecto del tema puntual de qué formas de vida o prácticas sociales encarnan la plenitud de la existencia humana, o qué tipo de doctrina oral o religiosa representa el ‘sentido último’ de la vida (cuestiones de vida buena). Un Estado democrático deja en manos de sus ciudadanos ese problema y discusión, para dedicarse a los asuntos relativos a la protección de las libertades y derechos fundamentales de las personas, así como a garantizar el acceso a los servicios básicos – salud, seguridad, educación – que permitirían a los individuos desarrollar sus capacidades a discreción (cuestiones de justicia). El cumplimiento de estas tareas haría posible que los agentes decidan por sí mismos – conforme a su capacidad de discernimiento y elección – el tema de qué actividades y fines son parte del florecimiento humano. Un Estado democrático considera que la cuestión de la vida constituye un problema ético importante – de hecho, el más importante -, pero, por ello mismo, no interfiere en él. Debe garantizar el respeto por la diversidad que no atenten contra los derechos de las personas. Su deber es garantizar la justicia y la libertad (conjurando los males que intentan disolverlas), y no señalarle a sus ciudadanos cuál es la “doctrina correcta” en torno a la plenitud de la vida, y promoverla en la sociedad.

La idea de un Estado confesional es potencialmente autoritaria y restrictiva de la libertad, dado que impone una concepción única de la vida buena. En su interior, el individuo debe ser educado para interiorizarla, y evitar sistemas de creencia alternativos que lo llevarán al error y a la corrupción. En la óptica del Estado confesional, el respeto por la diversidad de formas de vida constituye un signo de raquitismo moral o “relativismo”, que es inaceptable desde la perspectiva de la ‘verdad’ que ostenta la tradición. En algunos casos, el Estado confesional debe intervenir para corregir los errores doctrinales de los individuos – básicamente súbditos – y devolverlo a la senda del Bien, incluso contra su voluntad. En algunos de estos Estados, incluso la apostasía y el ateísmo constituyen infracciones a la ley.

En la historia reciente de Occidente encontramos casos de este tipo. El régimen dictatorial de Francisco Franco es un ejemplo de esa clase de Estado confesional totalitario. Luego de una cruenta guerra civil, el bando sublevado de Franco se hizo con el poder. Persiguió a sus adversarios políticos, desencadenando múltiples asesinatos y desapariciones forzadas. Gobernó con el apoyo de un Partido único, conformado por la coalición de la Falange Española Tradicionalista y la JONS, depositarias de una ideología totalitaria que se hacía llamar “nacional-católica”, la misma que contaba con el apoyo del sector más conservador de la Iglesia española (con el correr de los años, un sector más progresista - inspirador, para muchos de nosotros -, cercano al concilio Vaticano II plantearía interesantes críticas al franquismo desde posiciones católicas). Bajo los cuarenta años de su gobierno, la religión y la política tendieron a confundirse conforme a los intereses de la dictadura. Muchos testigos cuentan cómo Franco aparecía en las festividades religiosas bajo el palio. Los fascistas españoles llamaban a Franco “Caudillo de España, por la Gracia de Dios”, a pesar del carácter sanguinario del régimen y la corrupción en la administración de los recursos del Estado. Sucedía que respetaba las formas religiosas, se hostilizaba a los ateos y a los masones (no se podía uno confesar ateo o masón en público). El lema del régimen - de origen falangista - era “Que viva Cristo Rey” (aunque la política del Régimen no tuviera mucho que ver con el Evangelio) Algunos le consideraban – erróneamente, por supuesto – un representante de Dios en la tierra.

Pero la proscripción de la diversidad tenía otras aristas. La mujer perdió el régimen de igualdad civil que gozaba bajo la Constitución republicana (y que se observaba en otras sociedades occidentales). Si una mujer quería tener una cuenta en un banco, o tener licencia de conducir, debía presentar una carta firmada por su esposo, que cumplía roles de “tutor”. La familia era una institución vertical. Había que esperar a la transición para que las mujeres pudiesen acceder al goce de sus derechos básicos. En el frente cultural, el régimen de Franco buscó imponer una identidad monolítica. El “destino” de la nación era lograr afianzar la idea de hispanidad (los reyes católicos, así como el pasado imperial fungían como imágenes morales inspiradoras). Se prohibió el uso de las lenguas locales en las escuelas de Cataluña, el país Vasco, etc. Incluso cuentan que uno podía ser amonestado si era sorprendido por alguna autoridad hablando una lengua local en la calle. Sólo se debía hablar en español. La educación universitaria estaba bastante elilitizada, y en gran medida estaba controlada temáticamente. Muchos de los grandes maestros estaban en el exilio.

En fin, quería mostrar a qué extremos se puede llegar cuando el Estado se endurece en la imposición de un único relato de una vida buena, lo que podríamos llamar "integrismo moral". Ese fue el Estado fascista al que se enfrentó Unamuno al final de su vida, cuando fustigó duramente el “Viva la muerte” que predicaba el general franquista Millán Astray. Por fortuna, el régimen de Franco culminó poco después de la muerte del dictador, y España afrontó un proceso de transición ejemplar y admirable en muchos aspectos. El país experimentó un progreso cultural y político importante en materia del pensamiento crítico, la cultura, el arte. La transición convirtió a España en una sociedad libre y estable. Actualmente, incluso la derecha política española – el Partido Popular - ha tomado distancia crítica respecto del franquismo, y ha asumido un ideario claramente democrático.

Hasta aquí mi ejemplo. Dicho esto, volvamos a la discusión local, considerando las distancias enormes entre la España de aquel tiempo y el Perú de hoy (mi intención no es hacer un paralelismo histórico, sino exponer brevemente un caso de Estado confesional totalitario como el que añoran de manera extravagante algunos conservadores criollos). Muchos “reaccionarios” peruanos evocan con nostalgia, y con una falta evidente de rigurosidad histórica, el franquismo - sin haberlo padecido - por esa férrea vocación por el “orden y la autoridad” que provoca la “auténtica libertad”, es decir, la obediencia al orden autoritario que se postula; algunos se subieron al carro del fujimorismo creyendo que se trataba de una versión "criolla" de esa experiencia totalitaria. Volvamos pues, a nuestro contexto vital y a nuestro debate con el paleoconservadurismo. Discrepo radicalmente con esa visión política y con su imaginario falangista. Yo veo fundamentalmente allí violencia y un terrible miedo a la libertad, además de servidumbre voluntaria y tiranía. A quienes promovemos el pluralismo, el respeto por los Derechos Humanos y el cultivo de la ciudadanía activa, se nos acusa pomposamente de ser “nihilistas”. El término "nihilista" se ha convertido en un recurso ideológico para descalificar burdamente al adversario: se trata de un arma arrojadiza. Como los “reaccionarios” se rehúsan sistemáticamente a definir esa palabra, tenemos que concluir que se trata de un mero instrumento retórico. En cambio, ellos proclaman al son de los clarines que “aman el ser y no la nada”, porque se someten disciplinadamente al presunto conocimiento de la “verdad (meta)política". Esas acrobacias ideológicas me dejan perplejo, porque – aunque disfruto sobremanera de los lances dialécticos – tengo bastante claro que los conceptos esclarecen la experiencia, o son inútiles. Me desconcierta que quienes han defendido y defienden el “Viva la muerte” en la España de Franco o en el Perú de Fujimori y Montesinos – avalando la impunidad de los perpetradores desde los medios de comunicación de alcantarilla, medios adictos a las dictaduras – nos llamen “nihilistas”. Porque encubrir el aniquilamiento de vidas humanas concretas, y promover la erradicación de la memoria de la injusticia y la violencia, eso sí que equivale – en el terreno práctico - a optar por la nada.

lunes, 23 de febrero de 2009

DE ESPALDAS A LA JUSTICIA





EL GOBIERNO APRISTA Y SUS BATALLAS CONTRA LA MEMORIA



Gonzalo Gamio Gehri


Increíble. El gobierno peruano ha rechazado el ofrecimiento del Estado alemán de donar más de dos millones de dólares americanos para la edificación y mantenimiento del Museo de la Memoria. El museo debía exhibir la importante muestra fotográfica Yuyanapaq, así como otros documentos y manifestaciones artísticas que den cuenta de lo vivido en el conflicto armado interno. La construcción del museo había sido concebida en el marco de las reparaciones simbólicas y colectivas que contribuyen a la reflexión en torno a la historia reciente y a la reconfiguración de los lazos sociales dañados por la violencia y la exclusión. La negativa – expresada, hasta donde sabemos, a través del embajador peruano en Berlin – ha generado perplejidad y mortificación en el Ministerio de Cooperación Internacional que dirige Heidemarie Wieczorek-Zeul. Como se sabe, el gobierno de Angela Merkel se ha pronunciado en repetidas ocasiones – y en términos sumamente elogiosos – a favor del importante trabajo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR). Las autoridades peruanas han hecho caso omiso a los consejos de la Defensoría del Pueblo, la embajada alemana y destacados intelectuales para aceptar un donativo destinado al trabajo de la memoria. Lo insólito del asunto es que la negativa del gobierno aprista ha venido acompañada del escueto “argumento” según el cual el Museo de la Memoria "no contribuiría a la reconciliación".

Una vez más, se trata de enmascarar la reconciliación – el proceso de reconstrucción del tejido social a través del esclarecimiento de la tragedia vivida y la acción de la justicia – con la funesta careta del olvido y el silencio. Dejemos las cosas como están - nos dicen los enemigos de la memoria -, que permanezcan las fosas comunes cerradas, los procesos judiciales condenados a dormir el sueño de los justos; dejemos los 17,000 testimonios de las víctimas en los anaqueles de las bibliotecas, observemos los textos escolares que intentan narrar la violencia vivida. De este modo, una “historia oficial” vertical e indolora sustituye a la acción de la memoria crítica, y proclama impunidad para el país. Si los sectores más duros de este gobierno, los políticos hostiles a la Transición (el núcleo afín al fujimorismo que representan los dos Vicepresidentes, el congresista Núñez y otros, así como algunas autoridades sociales simpatizantes de esta línea autoritaria) no han podido imponer una “amnistía política”, están logrando poner en marcha - por la fuerza, y con la complicidad de cierta prensa - una suerte de “amnistía moral”, que procura ahogar todo intento por reconstruir la memoria histórica y promover políticas de Derechos Humanos en el país. No podemos permitirlo. Una prueba de que esta tendencia se está afianzando en el “Perú oficial” es que ningún órgano de prensa nacional – escrito o audiovisual – le está dando cobertura a este hecho escandaloso: un gobierno se niega a recibir una donación con el propósito 'político' de reprimir la memoria crítica (el asunto ha sido tratado solamente en artículos de opinión, entre los que destaca – por su singular contundencia – el de Augusto Álvarez Rodrich publicado en La República: allí Álvarez desliza la tesis según la cual la negativa se debería “al susto que las autoridades civiles (del gobierno) les tienen al cardenal o a los militares”). Me preocupa que el Canciller García Belaúnde y el Premier Simon – cuyo peso político se desdibuja aceleradamente desde hace meses – no hayan llamado la atención sobre la gravedad de este penoso incidente.

Por supuesto, un gobierno tiene la potestad de aceptar o denegar las donaciones internacionales siguiendo su criterio, pero está claro que aquí ha primado la voluntad política del sector más conservador y menos democrático del gobierno aprista. La facción dominante en las esferas del poder, la que cuenta con la empatía personal del Presidente de la República (cuyas cuentas en materia de Derechos Humanos aparentemente permanecen pendientes). El espíritu de esta medida es el mismo que animó las iniciativas para controlar a las ONG desde el Estado, así como la tendencia a criminalizar la protesta social dentro del país. El mismo espíritu que cuenta con el aplauso de La Razón y de Expreso.

Hace poco más de tres años, el militante aprista Jesús Aliaga – especialista en Derechos Humanos dentro de su partido – publicó Mártires de la pacificación[1], un libro que fue prologado por el propio Jorge del Castillo. Se trataba de un texto – más militante que académico – que compartía con el público el punto del APRA frente al conflicto armado interno y el Informe Final de la CVR. Daba cuenta del coraje y la entereza moral de las muchísimas víctimas apristas, asesinadas por las huestes terroristas. Al mismo tiempo, revela una opción clarísima por la recuperación pública de la memoria:

“La Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) ha entregado al país un enjundioso y dramático Informe Final de la labor que ha desarrollado, en la búsqueda de conocer la verdad de lo ocurrido durante los 20 años de violencia política. Con él, un hito en la historia de la Nación en el esfuerzo de construirse como tal. El referido Informe Final, desvela viejos prejuicios y denuncia profundas iniquidades; en tal sentido, nos conmueve y nos compromete”[2].

Más adelante, fustiga duramente a los partidarios políticos y mediáticos del olvido y la impunidad, que pretendían silenciar el Informe Final de la CVR:

“El Informe Final de la CVR puede ser, entonces, una gran motivación para intentar cambiar esta realidad. Sin embargo, preocupa que él mismo vaya siendo conducido, peligrosamente, hacia ese temido tercer escenario – del que nos hablaba la ex comisionada Sofía Macher – donde “nadie se entera que hubo una CVR ni un Informe Final; y todo pasa inadvertido”[3].

Lo que teme y rechaza categóricamente el autor es la actitud que precisamente propugna hoy Alan García y su núcleo neo-fujimorista: precipitar a la fuerza al “tercer escenario”, en el que se anula el trabajo de la memoria, “y todo pasa inadvertido”. Se trata de la voz autoritaria que acalla las voces de las víctimas, en su mayoría campesinos no hispanohablantes. También son reducidas al silencio las voces de las víctimas apristas que evoca Jesús Aliaga: me pregunto si esas voces no se sentirán traicionadas por su "líder". El “poder tutelar” decide desde arriba qué se debe recordar y qué no, y qué finalmente reconcilia. El gobierno de Merkel aun no sale de su asombro. Una vez más, el cálculo político – de los García, los Giampietri, los Núñez – ha primado sobre las exigencias de la justicia.

¿Y qué dice la ciudadanía al respecto?



[1] Aliaga, Jesús Mártires de la pacificación Lima, John Romero Editor 2005.
[2] Ibid., p. 27.
[3] Ibid., p. 32 (las cursivas son mías).

miércoles, 18 de febrero de 2009

REFLEXIONES SOBRE LA SECULARIZACIÓN Y EL SENTIDO DE LA VIDA




Gonzalo Gamio Gehri


En los últimos posts, me he concentrado en reflexionar sobre los vínculos que pueden establecerse entre las instituciones de la democracia liberal y el discernimiento encarnado sobre la vida buena. En mi caso, he procurado desarrollar mi posición en breves 'apuntes de debate' - casi de "combate intelectual" - sobre el tema. Confío en que pronto vuelva a los asuntos filosóficos más sistemáticos, y también a tocar temas de coyuntura política, que no hay que descuidar. Creo que la discusión sobre la vida buena y el Estado ha exhibido una serie de deficiencias en cuanto a las críticas "reaccionarias" a la cultura liberal: en lo relativo a ellas, la pauta la ha marcado el uso recurrente de tópicos que provienen del debate filosófico-político de los años setenta (la idea de la “neutralidad” del Estado liberal, el individualismo, el reduccionismo económico, la técnica, la suscripción de una epistemología racionalista, etc.). En fin, no sería mala idea que los “metapolíticos” actualizaran sus lecturas, por el bien de esta clase de debates. Noto también que los críticos suelen plantear sin más la altamente cuestionable ecuación modernidad = Ilustración, calcando prácticamente el unilateral esquema planteado por MacIntyre en la ya clásica obra Alter Virtue (1981). No me cansaré de repetir que la modernidad es también romántica, que una comprensión compleja de la cultura moderna pasa por un examen exhaustivo de los intentos por conciliar la sustancia y el sujeto, en términos contemporáneos, la libertad individual y el mundo de las formas de vida y las prácticas sociales. Cualquier lectura crítica centrada exclusivamente en la Ilustración fracasa. Pero los censores antimodernos no han oido hablar del Sturm und Drang. Hegel sigue siendo un misterio para ellos. Cuando evocan a algún romántico se trata de una cita de segunda mano. No han leído a Fichte, Schiller o Goethe – pero igual los citan – y evocan el Fausto sin conocer realmente la fuente. Lamentable.
Los nexos conceptuales (de continuidad y tensión) entre el Cristianismo, la Ilustración y el Romanticismo han sido estudiados a fondo por autores de la talla de Novalis, Hegel, Gadamer, Taylor y Vattimo. Está claro que categorías ilustradas como “progreso”, “Derechos Universales” o “benevolencia” – sólo por poner un ejemplo -, no podrían entenderse del todo sin hacer referencia la escatología cristiana, la idea de dignidad, la virtud teológica de la esperanza o el ágape. Los estudios bíblicos realizados por Locke, Kant, Lessing y Hegel abonan el terreno de esta clase de reflexión. Destacar sólo el desencuentro revela un profundo déficit de lecturas en esta materia, o la tozuda actitud de no querer ver lo que hay. La impronta judeo-cristiana en la Declaración de Independencia norteamericana (en la frontera entre el teísmo y el deísmo) es particularmente notoria. La tesis de una Ilustración exclusivamente “atea” se debe a una confusión pueril con el jacobinismo (los presuntos "asesinos" de la religión). Una mirada sobresimplificada, que sólo percibe la pugna entre el cristianismo y la Ilustración, se explica por la identificación – completamente tendenciosa - entre Ilustración y Revolución Francesa (identificación que se establece en función de los intereses ideológicos de ciertos espíritus extravagantes, que sueñan con el retorno de los penachos y las pelucas empolvadas del decadente Rococó versallesco....eso sí que es una malsana "ocurrencia de ficción"); hay que decir que esta simplificación errada es cuestionada duramente por MacIntyre, quien pone de manifiesto en diversos lugares la solidez de la Ilustración escocesa frente a su similar francesa.

Se ha cuestionado también el carácter secular de la separación liberal entre lo político y lo religioso. Incluso en este caso se ha intentado enmarcar este tipo de construcción conceptual en una especie de ‘historia de la desespiritualización de occidente’, una historia llena de equívocos e interpretaciones equívocas, en la que el liberalismo desciende al abismo del escepticismo moral y casi es identificado con el mal mismo. El recurso a la caricatura es evidente. “Nihilismo” es una palabra que aparece recurrentemente, y su uso prácticamente exime al crítico de adentrarse en la argumentación. Es una palabra de uso letal. Como sus usuarios no suelen definirla – ni exponer su definición a la crítica -, yo tampoco la usaré (no pienso involucrar el buen nombre de Heidegger y Nietzsche en relación con el uso “metapolítico” de este término). La distinción liberal es acusada no sólo de irreligiosa, sino de antirreligiosa. A veces me da la impresión de que estos conservadores quisieran emprender una suerte de "nueva extirpación de idolatrías" ¡Les interesa más combatir el supuesto "relativismo" y el "nihilismo" antes que proteger la vida y la libertad de las personas concretas!
Voy a dedicar lo que queda de este post a examinar brevemente el concepto de secularización, procurando despejar una serie de confusiones sobre este tema. El concepto de secularización suele ser echado por tierra, sin someterlo a examen alguno. Rara vez he visto semejante miopía en el tratamiento de un concepto. Se identifica sin más la secularización con la retirada de lo religioso, con la increencia (¡Y aún con la inmoralidad!). Los conservadores tienden a confundir de modo recurrente “secularización” con “secularismo". No se sospecha que “secularización” – que proviene de la expresión latina saeculum, vinculada al griego aión - significa relativo al “siglo”, y nos remite al desplazamiento de la sede de sentido hacia la temporalidad de la vida humana. La plenitud de la vida espiritual no se concentra exclusivamente en la preocupación por la eternidad, sino también y especialmente en el tiempo y el espacio finito de las relaciones humanas. Desde caminos de reflexión diferentes, F.W.J. Schelling y Gianni Vattimo han desarrollado la figura de la kenosis divina como inserción en la historia, en los asuntos humanos.

Esta es una preocupación presente en el cristianismo, una religión de encarnación. En múltiples pasajes del Evangelio – y de las cartas de Pablo y de Santiago – se pone énfasis en la relación entre el acceso al Reino y el cultivo del amor y la justicia (por ejemplo, Mateo 25). El lugar del encuentro con Dios es fundamentalmente – aunque no solamente - el encuentro con el otro (piénsese en la interrogante planteada en Hechos 1, 11: “amigos galileos ¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”). Jesús opone al formalismo ritual de los fariseos – obsesionados con la observancia del sábado y con el vínculo con el Templo – el cultivo del amor incondicional al otro (“el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado”, en Marcos 2, 27). Diríase que, en una clave vattimiana / schellinguiana, el Evangelio tiene una vocación expresamente “secular”, en el sentido riguroso del término.
¿Cómo explicar la falta de claridad del paleoconservadurismo criollo sobre este tema? Identificar el proceso de secularización de la cultura con la inminencia del Apocalipsis es casi bufonesco. Ya no sé si atribuir esas confusiones y caricaturas a cierta miopía conceptual o a otros factores. La impronta secular - en los términos señalados - del cristianismo es más que evidente: no se necesita ser un experto en el pensamiento de Schelling o de Vattimo para percibirlo. Creo que la lectura tradicionalista de la moral y de la religión confunde a los lectores, y esa iconografía - repleta dé figuras aristocráticas y de demonios - resulta funesta para examinar un fenómeno complejo como es la secularización. Tal sesgo lo llena de oscuridad, y aprovecha esa situación. No me sorprende de los "reaccionarios" locales: después de todo, exhiben una tradición monolítica, privada de espíritu crítico; plantean una "hermenéutica" carente de fenomenología, y vindican un cristianismo vertical e "imperial", definitivamente más medieval que bíblico (sospecho que próximo al lefebvrismo, por su explícito - y cuestionable - rechazo al Concilio Vaticano II).

La secularización es un asunto multidimensional, cuyas aristas exigen una exposición mucho mayor. Voy a continuar desarrollando esta tesis en un siguiente post, tomando algunas ideas del pintor romántico Caspar David Friedrich - un invitado permanente en este espacio - que sostienen algunas intuiciones que he bosquejado brevemente aquí. Lo que quiero dejar señalado aquí es 1) la riqueza del concepto de “secularización”; 2) la convergencia entre cristianismo y secularización; 3) la enorme confusión de muchos paleoconservadores frente a este tema.



jueves, 12 de febrero de 2009

VIDA / VIDA BUENA



REFLEXIONES SOBRE EL ESTADO LIBERAL Y EL DISCERNIMIENTO ÉTICO



Gonzalo Gamio Gehri


Se ha desencadenado una interesante discusión en torno al liberalismo y la vida buena. Las reflexiones son de todo calibre, y encontramos no pocos argumentos sugerentes, aunque también simple y llana confusión. En primer lugar, no creo que los actuales críticos del liberalismo se hayan leído Teoría de la justicia en su totalidad; sin embargo, Rawls es evocado y vapuleado aquí y allá. Se le atribuye una serie de posiciones que nunca asumió: por ejemplo, una lectura "economicista" de la sociedad, cuando todo aquel que ha leído el texto sabe que más bien proyecta el tipo de racionalidad que se pone en ejercicio en los tribunales. Yo, que no soy rawlsiano gracias a las críticas de Walzer y Sandel – no soy tampoco contractualista ni neokantiano – creo, sin embargo, que la lectura de esta obra resulta imprescindible para decir algo más o menos sensato (a favor o en contra) del liberalismo en una perspectiva filosófica contemporánea. Creo que en muchos críticos ha primado la caricatura y la descalificación ideológica. El penúltimo post de Carlos Pérez ha intentado configurar una ‘posición intermedia’ en este debate.

Quisiera decir una palabra más sobre la distinción entre la cuestión de la vida buena y el tema de la justicia. No dudo de que exista una articulación hermenéutica entre ellos – tomando en consideración el juicio de autores que encuentro inspiradores, me refiero a Iris Murdoch, Charles Taylor y Bernard Williams – pero distinguir ambos fueros resulta sumamente relevante desde un punto de vista político; después de todo, “articulación” no significa “anulación”. Mi punto de partida es la conexión entre vida y vida buena (zen kai euzen, una conexión particularmente significativa para la Política de Aristóteles). La idea es la siguiente: el télos de nuestra existencia es alcanzar una vida buena, una forma de vida que elegimos conscientemente porque encontramos poderosas razones para hacerlo. Aunque no existe un único modo de vivir plenamente una vida humana, estaríamos dispuestos a argumentar – en espacios comunes – a favor de la ‘superioridad’ del modo de vida que hemos elegido por sobre otras opciones posibles (obviamente, otras personas podrían hacer lo propio con las suyas). Aquí no hay relativismo de ninguna clase.

Pero no hay vida buena sin “vida” a secas. Las cuestiones de justicia apelan al acceso de los individuos a los bienes básicos y recursos, y a las formas de protección de la violencia que permitan a los individuos llevar una vida y, en los espacios que ofrece ésta, estar en capacidad de intervenir en las prácticas y debates en torno a lo que puede asignarle un sentido a la vida. Rawls se refiere a estos bienes básicos y recursos usando el término “bienes primarios”, y son de cinco clases:

a).- Libertades y derechos básicos .
b).- Libertad de movimiento y libertad de elección del empleo.
c).- Poderes vinculados a los cargos vinculados al ejercicio de la autoridad.
d).- Ingresos y prosperidad material.
e).- Las formas sociales de autorrespeto.

La presencia de estos bienes en la vida de los agentes hace posible que puedan construir, elegir y examinar críticamente una concepción de la vida buena y un sentido de lo justo[1]. El Estado debe estar en capacidad de establecer las condiciones para el acceso a esta clase de bienes. Los servicios de salud y educación, por ejemplo, apuntan a cuidar de las condiciones físicas de la vida, así como a forjar en el individuo la conciencia de los derechos y libertades que constituyen el telón de fondo para la elección y la revisión de una concepción de la vida buena.

La función básica del Estado es garantizar el acceso a estos bienes primarios. No puede entrometerse en la elección y discusión de las concepciones de la vida buena: ello queda en manos del propio ciudadano, que encuentra en las comunidades y asociaciones en las que decide participar los espacios idóneos para esta tarea. Está claro que las diversas opciones de vida plena tienen diferente peso en el seno de la vida, que no tiene sentido uniformizar el valor de, por ejemplo, la búsqueda de trascendencia a través del misticismo oriental, o el ejercicio de la vida cívica en el seno de la sociedad civil, o la lucha por la salvación de especies en peligro, o la membresía en un club de fanáticos virtuales de famosas princesas austrohúngaras del siglo XIX. No obstante, desde una óptica liberal, no corresponde al Estado la tarea de discernir en torno al peso específico de estas alternativas: ello es responsabilidad de los agentes, seres libres capaces de razón (nótese que no digo que es un asunto "privado", sino que es un asunto que no compete al Estado. “Privado” es un término equívoco en este contexto). El Estado no debe usurpar una función que es potestad exclusiva de los ciudadanos. Los paleoconservadores nostálgicos que abogan por la imposición estatal de una visión de la vida buena - los que conciben, por ejemplo, la absurda (e imposible) vuelta al "Antíguo Régimen" o la las sociedades tradicionales como 'solución final' frente a la "crisis moral" y el "nihilismo" - simplemente temen que los miembros de las comunidades actúen como agentes prácticos independientes que razonan y deciden sobre sus propias vidas. En un país multicultural, plurilingüístico y multiconfesional como el Perú, pretender imponer una visión única del bien constituye un atropello contra los pueblos que lo componen (por supuesto, algunos abogarán por una forma monocultural apelando a signos como las corridas de toros, la marinera, el valsecito, el pisco y el cau-cau, pero eso no pasa de ser una broma sin gracia).
Algunos afirman que el liberalismo “rechaza las formas de vida” y que desata necesariamente una “ética subjetivista”. Esta es una afirmación ridícula, carente de fundamento. El liberalismo es una forma de vida política, comprometida con el pluralismo ético. Busca sentar los cimientos de una sociedad libre en donde diversas formas de vida buena puedan florecer. Que los valores son intersubjetivos es una verdad obvia; construimos nuestros valores insertándonos en prácticas sociales y deliberando con otros agentes. Lo único que el liberalismo pone de relieve es que son los propios agentes – y no el Estado – quienes sostienen y evalúan las formas de vida en las que participan.

Nadie duda, por ejemplo, de la enorme relevancia que tiene la espiritualidad religiosa para muchísima gente. Yo mismo me considero un creyente católico practicante. Como se sabe, la religiosidad se cultiva en parte a través del ritual ¿Debe el Estado comprometerse expresamente con la validez de un credo particular? ¿Deben los gobiernos promover los rituales religiosos de un sector de la sociedad? El Estado debe garantizar celosamente la libertad religiosa de sus miembros, y castigar severamente cualquier síntoma de intolerancia en esta materia. No obstante, no debe promover especialmente ninguna confesión, dado que la totalidad de sus ciudadanos no profesan una misma religión, y existen ciudadanos que no creen; ellos pueden alegar fundadamente que se les discrimina. Eso no implica que el Estado se declare “neutral” – una ficción epistemológico-práctica -, sino que se compromete dicididamente con el pluralismo y la libertad. El Estado nos pertenece a todos - creyentes y no creyentes -, y debe defender nuestras libertades y derechos fundamentales. Hay quienes piensan que la no promoción estatal de las creencias religiosas de la mayoría implica debilitarlas o incluso condenarlas a desaparecer. No estoy de acuerdo. La religión constituye una dimensión de la vida muy poderosa como para verse perdida sin el apoyo del Estado. Corresponde no al Estado, sino a las Iglesias, las familias y congregaciones religiosas la tarea de reavivar la fe de sus miembros, y destacar la importancia de la vida espiritual. Una tradición viva no requiere el patrocinio gubernamental. Considero que cualquier exabrupto paternalista del Estado en materia religiosa puede minar la energía de estas comunidades. La libertad religiosa es positiva para las religiones.





[1] Véase Rawls, John La justicia como equidad. Una reformulación Barcelona, Paidós 2002 pp.91 – 92.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA TRANSICIÓN INACABADA




EL PROYECTO DE JUSTICIA TRANSICIONAL FRENTE A LA "RESTAURACIÓN CONSERVADORA"




Gonzalo Gamio Gehri



En el Prefacio a la segunda edición de Hatun Willakuy – la versión abreviada del Informe Final – Salomón Lerner señala que, en el contexto de la elaboración y discusión este documento, los comisionados describieron “la coexistencia inarmónica de los distintos mundos sociales y culturales que componen nuestro país: imágenes del mundo, lenguas, memorias, valores y proyectos que integran la sociedad peruana”[1]. Sostiene acertadamente que la violencia ha marcado la historia de esa precaria coexistencia se debe en gran medida a la vocación de nuestras “élites” de asumir como dadas determinadas formas de desigualdad social y discriminación racial y cultural. Esta disposición a la exclusión del otro (y prácticamente a institucionalizar la exclusión a través del centralismo, la ausencia del Estado en las zonas altoandinas y amazónicas, la inexistencia de políticas interculturales y multilingüísticas en materia educativa y legal) alimentó la división interna y propició el clima de violencia que vivimos en las dos últimas décadas.

“En nuestra patria las diferencias no son solamente eso: constituyen también pretextos para la preservación de un orden jerárquico cuestionable. Por ello, estudiar al Perú de la violencia implicó también hacer las cuentas de lo que significa vivir en una sociedad donde se presume como dato natural, y por ende innecesario de justificarse, la superioridad de unos sobre otros en razón de sus orígenes étnicos. El proceso que examinamos fue, así considerado, el develamiento de nuestra propia constitución como sociedad enemistada consigo misma. Los recelos entre sectores sociales y culturales diversos y atendidos de manera muy desigual por el Estado; las presunciones altaneras de los poderosos sobre los excluidos; la vocación elitista de los poderes públicos, todo ello apareció como el sustrato de la violencia misma, como el fermento que ayuda a explicar – aunque de ningún modo lo justifique – el proceder atroz de los actores armados y la complacencia de ciertos sectores sociales con la violencia, según el lado del que ella viniera”[2].


Puede constatarse que, a pesar de que las condiciones sociales y culturales que constituyeron el caldo de cultivo del conflicto armado interno siguen operativas en nuestro país, nuestra “clase dirigente” – como asevera Lerner con contundencia - ha “optado por la inercia”. Los efectos de un relativo y reciente crecimiento económico – sin mecanismos de redistribución de la riqueza -, y de una apertura comercial a los grandes mercados, ha llevado a quienes ejercen funciones de poder en el sistema político y en la sociedad a dirigir la mirada hacia otros temas nacionales – los tratados de libre comercio – o a atender situaciones de coyuntura, como la contención de las protestas sociales al interior del país, o los escándalos de corrupción en el gobierno. El tema de la reconstrucción de la memoria histórica y la reparación de las víctimas de la violencia ha perdido protagonismo en la escena pública. Nuestros políticos y “líderes de opinión” ni siquiera han logrado hacer explícitos los vínculos entre el proceso de violencia vivido, las condiciones sociales del conflicto armado y las situaciones de precariedad política que todavía afrontamos. El texto se refiere a estoe fenómeno en términos de una "restauración conservadora" presente en las actitudes del gobierno actual, su indiferencia frente a los temas de Derechos Humanos y su (no tan encubierta) alianza con el fujimorismo.

El proceso de transición democrática que tuvo lugar entre noviembre de 2000 y julio de 2001 alimentó las esperanzas de muchos ciudadanos de buena voluntad que percibieron la caída del régimen de Fujimori, la composición del gobierno de Valentín Paniagua y el particular énfasis que éste puso en la lucha contra la corrupción y en el fortalecimiento de las instituciones como una oportunidad – Lerner usa la expresión Kairós, el tiempo propicio - para romper con la herencia autoritaria y excluyente que ha marcado el curso de nuestra historia republicana. Los viejos rostros de la política criolla – incluso aquellos que se comprometieron explícitamente con la agenda autoritaria de los noventa, y que apostaron por la impunidad de los perpetradores de delitos contra la vida y contra la democracia – desfilan hoy por los sets de los medios de comunicación que consideran dichos compromisos parte de la anécdota, producto de los vaivenes de la vida pública. El gobierno actual no oculta cierta simpatía por los métodos tradicionales de la política peruana. El ‘espíritu de ruptura’ que requiere el cumplimiento cabal del proyecto transicional se ha ido apagando, para dar paso al ejercicio de la “política del día a día”: negociaciones y alianzas entre los grupos políticos con representación en el congreso para silenciar denuncias de corrupción y mantener inmunidades parlamentarias, discursos presidenciales en torno a las “líneas” que seguirá el Estado para conjurar la crisis económica, etc. Las cuestiones relativas a la recuperación pública de la memoria y a las políticas de Derechos Humanos – temas centrales de la llamada justicia transicional – han perdido interés para los círculos oficiales de la política peruana (cuando no se trata de “investigar” la labor de las organizaciones no gubernamentales, o de examinar los contenidos de los textos escolares que “sospechosamente” se ocupan de estas materias).


Lamentablemente, este rechazo de la agenda transicional está poderosamente presente en cierto sector de la prensa, la misma que protagonizó la campaña contra la CVR, y que hoy acompaña al gobierno actual en el esfuerzo por criminalizar la protesta, o sembrar la sospecha contra el menor asomo de oposición política en los partidos que tienen representación parlamentaria. Se trata de los mismos medios que han procurado anatemizar a las organizaciones de Derechos Humanos, y que han estigmatizado el pensamiento progresista en el Perú con el indeterminado y ofensivo rótulo “izquierda caviar”. Se busca con ello debilitar el debate público en el Perú, reduciendo el número de sus interlocutores, bloqueando la pluralidad de voces e intentando vetar una serie de temas que escapan al registro de la “política corriente”. No siempre los medios de comunicación han garantizado la apertura de foros de conversación cívica en los que puedan plantearse asuntos de interés común como el que mencionamos. Corresponde a la ciudadanía recuperar espacios públicos que permitan someter a discusión las condiciones actuales de la violencia, así como las necesarias reformas institucionales que permitan afrontarlas - y superarlas - en y desde la democracia.



Actualización: El historiador Jorge Valdez ha publicado en su blog una exhaustiva bibliografía en torno a Hatun Willakuy.

[1] Comisión de la Verdad y Reconciliación Hatun Willakuy Lima, CVR 2008 p. I.
[2] Ibid.

viernes, 6 de febrero de 2009

LIBERALISMO Y PLURALISMO ÉTICO



Gonzalo Gamio Gehri


Hace unos días, Ricardo Milla publicó en su blog algunas ideas críticas sobre el pluralismo ético liberal que me gustaría comentar aquí. Él suscribe una perspectiva ética tradicionalista que postula un "retorno a la comunidad homogénea" con la que discrepo - me parece una batalla felizmente perdida en favor de la diversidad de las sociedades complejas -, pero se trata de un joven bloguero muy bien dispuesto al libre y honesto intercambio de argumentos. Es una lástima que el formato blog condicione mi respuesta a unos cuantos párrafos. He descrito el liberalismo como un sistema político que propone un conjunto de derechos y libertades que apuntan a la protección de los individuos de la violencia y la crueldad, y opta por no pronunciarse institucionalmente sobre el problema de aquello que le confiere sentido a la vida. Cada individuo debe estar en capacidad de examinar sus propias concepciones del bien, y elegir en qué creer y con qué comprometerse. El Estado liberal no debe patrocinar una visión unitaria del florecimiento humano. Milla sostiene que “proponer esto, que nadie imponga una idea de bien única, es ya, una forma de imponer una forma de vida buena, a saber: que nadie ni el Estado te imponga una forma de vida buena”. Me parece un mero juego de palabras pintoresco, poco sutil y a la vez engañoso, que distorsiona un propósito político liberal, asociado a la defensa del pluralismo. He señalado en otros posts que esta renuencia del Estado liberal apunta a cimentar políticamente la tolerancia, y a respetar la condición de agentes morales independientes en la persona de cada uno de sus ciudadanos.

La idea es la siguiente: el Estado no promueve institucionalmente ninguna forma de vida buena, porque deja a los individuos y a las comunidades la tarea de discernir y elegir sus planes de vida. El Estado promueve las libertades, el desarrollo de capacidades y los servicios que garantizarían esta clase de discernimiento y elección; su ejercicio y resultado depende de los agentes. La tesis según la cual "no imponer es imponer" simplemente no puede ser tomada en serio, es conceptualmente burda, casi es una broma que no tiene gracia ¿Con qué derecho un Estado puede señalarme o imponerme cómo yo debo concebir la felicidad? Imponer una visión de la vida buena implica tratar a los ciudadanos como meros súbditos, e incluso ejercer violencia sobre ellos. La idea de que cada cual pueda discernir y examinar una perspectiva de vida plena no implica que determinadas comunidades y asociaciones voluntarias no puedan reunirse en torno a un télos unitario. Lo que tales comunidades y asociaciones no pueden hacer es pretender que la estimación y el compromiso con tales propósitos sean vinculantes – obligatorios - para todos los ciudadanos, pasando por encima de su propia capacidad de deliberación y elección ¿Por Qué? Sencillamente porque sería totalitario y violento.

En gran medida estas reflexiones son fruto de una experiencia histórica singular, los conflictos religiosos de los siglos XVI y XVII. Con la Paz de Augsburgo (1555), se decretó que la religión de cada región europea debía ser la que profesaba su soberano. De modo que si el soberano de la zona en la que vivía era católico, y yo confesaba ser protestante, el podía obligarme a convertirme por la fuerza; si no lo lograba, podía disponer de mi vida y posesiones como lo deseara. No olvidemos que la Inquisición fue desde sus inicios, una institución a la vez religiosa y civil. Incluso hoy, algunos Estados confesionales no occidentales condenan judicialmente la apostasía con la pena de muerte. En la España de Franco - fascista para muchos, "nacional-católica", según los conservadores - el ateísmo era anatemizado, y el único matriminonio reconocido era el religioso; no había espacio para ninguna clase de disidencia religiosa (ni política). Esta clase de iniquidades llevó a los primeros liberales a separar los fueros de las Iglesias y del Estado, y a considerar que el problema de la plenitud de la vida y la corrección del alma humana no constituía un propósito político.

Ciertos lectores “precipitados” de la tradición liberal han llegado a pensar que este modo de argumentar constituye una suscripción del “relativismo”. No es así. Nadie sostiene que todas las concepciones de la vida buena – desde los que encuentran la plenitud en la práctica del misticismo religioso o en la vida política, hasta los que la encuentran en el hedonismo o en los clubes de fans de princesas decimonónicas – poseen igual valor, o que no sea posible el discernimiento práctico de cuáles entre ellas son más razonables y fecundas. Pensar que Rawls afirma tal cosa es insostenible si uno prescinde de la bibliografía secundaria y se remite a los textos. El escrutinio racional y el examen crítico de las formas de vida constituye una práctica moral de primera importancia. Lo que Rawls y otros liberales sostienen es que no se trata de una tarea política. Una concepción política de la justicia se ocupa de la justificación de la estructura básica de la sociedad – instituciones, leyes – que garanticen la igualdad y libertad de los individuos. El discernimiento de los bienes (y del valor estimable de las formas de vida) queda en las manos de los propios agentes prácticos independientes y de las asociaciones que ellos forman o en las que ellos se afilian (familias, Iglesias, círculos de reflexión, etc.). Tales instituciones no se yerguen a priori como “tutoras” de aquello que conviene a los individuos – guías en torno a aquello que deberían creer los miembros de la sociedad -; ellas pueden convertirse en espacios no políticos para el discernimiento humano acerca de lo bueno. Sus conclusiones, empero, no podrán evitar - gracias a Dios - que otros individuos puedan llegar a formar para sí mismos un juicio diferente sobre este importante asunto.

lunes, 2 de febrero de 2009

FILOSOFÍA Y 'ESCEPTICISMO NARRATIVO'. APUNTES SOBRE LA CRÍTICA FILOSÓFICA




Gonzalo Gamio Gehri


(Nota: las reflexiones que siguen continúan algunas ideas sobre el 'Espíritu de ortodoxia' (Grenier) y sobre el concepto fundamentalista de verdad. Será mejor leer este post a la luz de aquellos).
La filosofía aspira a combatir tenazmente el fundamentalismo y el espíritu corporativo que lo anima, procurando examinar hasta sus últimas consecuencias todo sistema doctrinal que pretenda concentrar sin más el privilegio de la verdad en pocas manos y mentes. Siguiendo la vieja herencia socrática, se trata de caer en la cuenta que la búsqueda de la verdad supone – antes que la imposición de un credo particular – la disposición a escuchar las razones de quienes no suscriben nuestras creencias y valores en el marco de un encuentro dialógico de interpretaciones y argumentos sobre los problemas del saber y el sentido de la vida. Este ejercicio contribuye a educar los espíritus en el aprecio de la diversidad y la apertura comunicativa hacia lo otro, el cultivo de la tolerancia y el esfuerzo por la construcción de consensos racionales (aunque provisionales) acerca de estos asuntos.

La filosofía nos previene contra el espíritu de la ortodoxia, no contra la creencia (al fin y al cabo, el punto de vista que defiendo es “militante” también, pero en un sentido claramente conceptual, no ‘ortodoxo’). Más bien el pensamiento crítico pretende acompañar nuestros modos de creer para evitar que caigamos en el dogmatismo y la irracionalidad. Nos invita a desarrollar una actitud cuestionadora que ponga de manifiesto los alcances, y sobre todo los límites, de nuestros compromisos teórico-prácticos. Nos “ejercita en el morir" (Platón / Hegel) en el sentido que nos enseña a considerar reflexivamente los supuestos de tales compromisos y a reformularlos o abandonarlos si es que las razones que los sostienen pierden solidez y plausibilidad; tal práctica crítica se convierte a medida que se la ejercita en una héxis, en un modo de vivir que asume la experiencia de la muerte de nuestras narrativas y el tránsito dramático hacia nuevas formas de pensar y de orientar la vida. La pérdida del propio saber es por cierto una experiencia terrible – en cierto sentido, se trata de la pérdida de uno mismo, el pavoroso derrumbarse de lo que uno reconoce correcto y verdadero – pero constituye una vivencia mortal decisiva para el despertar de una genuina conciencia filosófica.

“Si la filosofía no quisiera taparse los ojos ante el grito de la
humanidad angustiada, tendría que partir – y que partir con conciencia – de que
la nada de la muerte es algo, de que cada nueva nada de muerte es algo nuevo,
siempre nuevamente pavoroso, que no cabe apartar con la palabra ni con el
silencio”
[1].

Esta experiencia inaugura una nueva forma de pensar y de actuar. Este modo de ser nos advierte acerca del carácter desmesurado y escasamente realista de la aspiración conservadora a que nuestras teorías y cosmovisiones culturales trasciendan con éxito la condición – plenamente humana – de finitud y temporalidad de nuestros conceptos y enfoques racionales. En esta línea de pensamiento – más bien “liberal” y “postmoderna” – es que podemos interpretar la afirmación de Hegel de que “la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella” [2]. La experiencia de la negación razonable del propio saber, lejos de degradar la vocación intelectual del espíritu humano, hace posible la apertura de nuevos horizontes de reflexión y compromiso vital. Ella genera nuevos espacios de libertad.

Este “escepticismo metodológico - narrativo”– que he tomado de la obra de Hegel, Berlin y Oakeshott –:lleva conscientemente las narrativas generales (particularmente las propias) por el camino de lo negativo, el examen exhaustivo de aquellas creencias que compiten en el tiempo por nuestra lealtad y adhesión sin temor a la pérdida de la “verdad”, sin dejar ningún espacio para rehuir el desmontaje y la refutación de las mismas. Con todo, este enfoque no debe confundirse sin más con determinadas variantes nihilistas o pirrónicas del mismo, que consideran imposible la afirmación de alguna clase de conocimiento. Este escepticismo metodológico reconoce, por cierto, la razonable pretensión de saber, pero también es consciente del sustrato hermenéutico y la ineludible historicidad de nuestras formas de investigación y reflexión. Además de la actividad filosófica, la teoría matemática y física – y la crítica literaria – han caído, por ejemplo, en la cuenta de la dimensión intersubjetiva y deliberativa del esfuerzo por la verdad[3]. Sólo las formas “oficiales” de ideología sagrada o profana parecen aferrarse a un concepto totalitario de saber....para las comunidades que suscriben posturas fundamentalistas, la ilusión del pensamiento único parece permanecer intacta en sus programas teóricos.

La experiencia de la metànoia - el cambio en el modo de pensar y de sentir - agudiza nuestro juicio y nos hace más sensibles ante las diferencias. Nos advierte acerca de la sencilla transformación de la vocación ortodoxa por el control doctrinal en el ejercicio totalitario del poder y la fuerza. Esta perspectiva tiene innegables repercusiones en la vida pública, y en nuestra valoración del poder. La filosofía como preparación para la muerte reconoce los efectos potencialmente violentos del monismo, y de la pretensión fundamentalista por imponer la doctrina correcta a través de la “política”. Esta posición defiende el pluralismo como la única forma conocida hasta hoy de garantizar la convivencia razonable entre los credos y las libertades cívicas de las comunidades y los ciudadanos. Sugiere, además, que la dicotomía verdad / poder requiere elaborar distinciones importantes; probablemente el poder sea algo que debe ser distribuido y entregado antes que concentrado en nombre de la posesión de la verdad, un saber que proscribe la diversidad. Ello implica aprender de las lecciones que nos imparte un mundo heterogéneo; las personas y las comunidades pueden elegir diferentes modos de vida y valores que sean guían para su acción sin dejar por ello de ser estrictamente “humanos” y “racionales”[4]. Todo lo contrario, la diversidad bien podría ser una marca de nuestra condición[5]. Aceptar la muerte del fundamentalismo político implica estar dispuestos a sustituir los grandes relatos por “pequeñas narrativas”, narrativas identitarias que se desarrollan al interior de escenarios políticos plurales. El supuesto práctico de este giro conceptual consiste en señalar que – en el contexto de la muerte de las antiguas “evidencias”- ningún ideario político o metafísico debería sentirse con la autoridad moral para poder sacrificar la libertad y el juicio humanos en los altares de una (inmutable) verdad.




[1] Rosenzweig, F. La estrella de la redención Salamanca, Sígueme 1997 p. 45.
[2] Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu op.cit. p. 24.
[3] Esta manera de entender el trabajo intelectual – en la ciencia, en la filosofía habría que buscar en la obra de Vico, Hegel , Dilthey y Gadamer - se remonta a la obra de Thomas S. Kuhn. Cfr. Kuhn, Th. S. The Structure of Scientific Revolutions 2da. ed. Chicago, University of Chicago Press, 1970; revísese asimismo MacIntyre, A. “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” en: The monist, 60(4), 1977, pp. 453-472.
[4]Véase Berlin, Isaiah “The idea of pluralism” en:Anderson, Walter T. The truth about the truth New York, G.P. Putnam´s sons 1995;p. 51.
[5] Uso el término “condición” en su sentido arendtiano, no esencialista.