domingo, 24 de junio de 2007

¿QUÉ ES LA SECULARIZACIÓN?







REFLEXIONES DESDE LA FILOSOFÍA POLÍTICA


Gonzalo Gamio Gehri


De todos los fenómenos sociales y culturales asociados al proceso de la modernidad, pocos han sido tan malinterpretados y vituperados como la secularización. Se la identifica erróneamente con una suerte de pérdida paulatina de la espiritualidad religiosa en los fueros de la sociedad postilustrada, a partir de la cual los individuos – refugiados fundamentalmente en el mundo del trabajo y el mercado – habrían renunciado a tomar contacto con toda fuente de sentido ‘superior’ o ‘sustancial’ de la vida. Como consecuencia de esta situación, ya en el ámbito específicamente público, los Estados democrático-liberales se han declarado neutrales en materia religiosa, lo que habría generado un clima de indiferencia (algunos hablan incluso de “rechazo”) en las escuelas y en los tribunales respecto de aquello que en principio constituiría la causa y el propósito último de la realidad. En sectores eclesiales conservadores, la secularización es sindicada como una enfermedad para el alma de los pueblos – comparada a lo que son el tifus o el cólera para el cuerpo -, la causa de todos los males que hoy padece la humanidad.

Caricaturas como ésta abundan en el imaginario de quienes hoy sienten cierta nostalgia respecto de alguna hipotética “edad dorada de la espiritualidad y las costumbres”, por lo general alguna versión idealizada de la edad media. Consideran que la cultura moderna ha generado una especie de subjetivismo moral o religioso, y suelen invocar a alguna lectura simplificada del tomismo para procurar erradicarlo. Algunos intelectuales tradicionalistas – autodenominados de modo extravagante “neo-teístas” – han procurado elaborar una nueva cosmología teológica - metafísica que cimente “toda moral humana”, reinsertándola en la antigua y majestuosa ruta de las “esencias”. Los más extremistas predican un “nuevo despertar a la fe” que supere de una vez por todas el “penoso paréntesis ilustrado” y recupere una visión teológica integrista[1], que desconozca incluso (en la teoría, en la práctica, o en ambas) la “autonomía de lo temporal” señalada por el Concilio Vaticano II (tesis sindicada como “sociologista” o "inmanentista"). Nuevos movimientos religiosos aspiran a influir expresamente en las preferencias políticas y en el voto de sus miembros, aduciendo el carácter totalizante de su confesión. Opera en estas posiciones una versión paródica de la cultura moderna, y de la secularidad (y creo que también del propio cristianismo).

Quisiera ofrecer aquí una lectura alternativa de la secularización, una interpretación que haga justicia a la complejidad del fenómeno, que destaque sus vínculos con el espíritu del Evangelio y que señale sus efectos positivos para la política y para la propia religión. Voy a basarme para tal fin en una reformulación personal de las tesis que sobre el tema han sido bosquejadas en la obra de Charles Taylor[2], Gianni Vattimo[3], así como en un reciente escrito de Bernardo Haour elaborado para un Simposio Filosófico celebrado en Lima hace muy poco, en el auditorio del ISET Juan XXIII[4]. No podré detenerme esta vez en la crítica de la perspectiva fundamentalista – defensora del ideal arcaico de “cristiandad” -, aunque confío en que mi descripción tentativa de la secularización pueda contribuir a tomar una clara posición sobre este asunto[5].

1.- Secularización y experiencia del tiempo.

La secularización constituye una determinada forma de experimentar y pensar la temporalidad. Esta tesis tiene su punto de partida en el sentido originario de la expresión latina saeculum, asociada al griego aión (relativo al “siglo”, “epocal”, o incluso “temporal”). Alude a un proceso de remisión a la vivencia del tiempo ordinario – el tiempo percibido por un agente humano - como horizonte de significación existencial, en contraste con las comunidades premodernas, que concebían el contacto con la fuente de sentido de las cosas en conexión con un “tiempo trascendente” (la eternidad, o el ‘tiempo de los orígenes’ descrito por Eliade)[6]. Las concepciones tradicionales del mundo y de la vida consideraban la organización social y la conducta humana como elementos de un ‘orden natural’ eterno e inmutable[7]. Desde este particular enfoque, cada uno de los individuos que habitan el ‘organismo social’ desempeña un rol específico en su interior (insertado en alguno de los estamentos campesinos, guerreros o sacerdotales) – rol asignado por un supuesto plan divino puesto de manifiesto en virtud de la herencia y el parentesco -, de un modo análogo al lugar inconmovible que ocupa cada uno de los cuerpos celestes en el firmamento; cualquier modificación unilateral constituye una trasgresión al equilibrio cósmico, una injusticia (adikía) que sólo puede ser revertida a través del castigo físico[8]. El escritor tradicionalista Titus Burckhardt ha defendido esta clase de estructura jerárquica en los siguientes términos:

“En nuestros días son numerosos los que piensan que el hombre
realiza su verdadero destino en el trabajo, manejando una máquina. No: su
destino verdadero e integral, el hombre lo realiza cuando reza e invoca la
bendición divina, cuando dirige y combate, siembra y cosecha, sirve y obedece.
He aquí lo que conviene a la naturaleza humana”
[9].

En esta perspectiva, las acciones realmente significativas tendían a reproducir el esquema cósmico y la referencia a la trascendencia. Si cada uno – como parte de esta sociedad de castas – hace lo que debe, vale decir, ejercita cabalmente su función social dentro del ordo, entonces la justicia divina es honrada. De lo contrario, el individuo se aleja gravemente de su propósito fundamental. La acción con arreglo al rol constituía un modo de vincularse con el “tiempo trascendente” (la eternidad, el tiempo cosmogónico, etc.) desde los avatares propios del “tiempo profano”. Sin embargo, las comunidades consideraban que la forma medular de establecer tal conexión consistía en participar en los rituales espirituales a través de los cuales se rinde culto al orden y a sus guardianes. Se asumía que existían determinadas actividades (ceremonias, sacrificios, etc.), lugares (templos) y autoridades (sacerdotes y reyes) que podían poner a los hombres en contacto y sintonía con la fuente misma del kósmos, con lo sagrado. Del mismo modo, determinadas acciones de los conductores de la comunidad tenían la peculiaridad de “remontarse al tiempo del origen” o de “recuperar la armonía de los inicios”.

El proceso de secularización reivindica la experiencia cotidiana del tiempo en el mundo. No rechaza el elemento espiritual, sólo redefine su lugar en el curso finito de la vida humana. La ciencia moderna – armada con todo su potencial instrumental - cuestiona severamente la concepción de la naturaleza como un orden metafísico, la reforma protestante identifica el mundo del trabajo – evidentemente situado en el horizonte del tiempo ordinario – como el escenario puntual del esfuerzo por la salvación; no es en el ritual en donde el creyente se dirige principalmente a Dios, sino en el espacio de la actividad diaria[10]. No obstante, es probablemente el surgimiento de la novela el fenómeno cultural que pone de manifiesto con mayor claridad la conexión existente con la experiencia de la remisión al tiempo ordinario. Como se sabe, el género literario más antiguo es la poesía, a la que se ha atribuido en diferentes contextos culturales un origen divino. Se suponía que el verso y la métrica reproducían los modos de expresión de los propios dioses, que hablaban a los mortales por medio del poeta, de manera análoga a la que transmitían su mensaje a través del oráculo. Quien habla es la divinidad, el poeta es solamente el médium de dicho mensaje (“Canta ¡oh diosa! La cólera del pélida Aquiles”). La poesía nos transmite una cosmogonía (Hesiodo), o nos remite al “tiempo trascendente” de la vida inmortal (Dante). La inspiración divina (manía) arrebata al poeta de la esfera del tiempo profano y lo contacta con lo sagrado.

La novela, por el contrario, nos ubica en la estructura misma de la vida correiente y la vivencia del tiempo ordinario. Se trata de reproducir el curso finito de la vida, el modo en que los agentes afrontamos y “acumulamos” experiencias, enfrentamos crisis y construimos nuestra identidad. Es la narración el ‘lenguaje’ en el que expresamos y comprendemos nuestras vidas. Los personajes no son dioses ni héroes legendarios y semihumanos; son hombres de carne y hueso, mortales y vulnerables, que envejecen en el transcurso del relato y están expuestos al engaño, al ridículo, a las enfermedades y a una muerte ordinaria como cualquiera de nosotros. Consideremos un momento El Quijote de Cervantes (una obra en la que podemos reconocer los inicios del giro hacia el tiempo interhumano, una especie de transición a la modernidad). Se inicia con una precisión del lugar puntual de los eventos (“en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”); enseguida, el autor – que es el compositor del relato, no es oráculo de nadie - pasa a describir la condición social del protagonista (“hidalgo de los de lanza en astillero” y de “rocín flaco”) revelada en una descripción sucinta de lo que comía en la semana y vestía. Luego el narrador cuenta cómo Alonso Quijano pierde el juicio, se convierte en Don Quijote e inicia sus aventuras, que terminan con el regreso definitivo a casa, la recuperación de la “cordura” y su muerte. Su experiencia del tiempo consiste en la vivencia corriente del flujo de instantes homogéneos que van desapareciendo en el transcurso finito de la existencia. Es el tiempo narrativo secular. Podemos hablar ya del proceso de secularización en tanto los agentes se remiten a la vivencia temporal de su hacer y padecer en este mundo como horizonte temporal significativo, no recurren ya a la eternidad o al tiempo cosmogónico como sede de sentido.

2.- Deliberación pública. Política, ciudadanía y religión en el tiempo secular.

La secularización es una reivindicación del tiempo de las relaciones humanas: en la perspectiva del espacio que le es correlativo, constituye un giro hacia el mundo social. Se trata de un fenómeno que tiende a observar la estricta responsabilidad de los agentes respecto de sus acciones al interior de su morada (ethos). Nos remite a aquello que construimos en el mundo contingente y vulnerable de nuestras instituciones, acciones y discursos. La filosofía no es más una investigación sobre las “esencias” inmutables que componen la realidad extrahumana; por el contrario, ella es definida como una actividad que expresa “su propio tiempo aprehendido en el pensamiento”[11], para decirlo con Hegel. Sólo podemos convertir en “eternos” nuestros conceptos cuando los momificamos y los privamos de vida[12]. Remitirse reflexivamente a los asuntos humanos en el devenir del tiempo ordinario implica tomar conciencia de la irreductible historicidad de nuestras prácticas y afanes.

Por supuesto, nada de esto es sustancialmente incompatible con el espíritu del Evangelio. Fue Jesús – según el evangelista Marcos – quien señaló que “el sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Marcos 2, 27). La referencia de las cosas de Dios al logro efectivo del bien de los seres humanos es recurrente: en Mateo 25 (en los pasajes relativos al “día del Juicio”) se declara con claridad meridiana que son merecedores del Reino quienes se preocupan por la justicia, quienes se comprometen con el pobre, el débil, el forastero, el preso. No son los sacrificios los que cuentan, sino la misericordia. Decir que el espíritu se encarna significa que irrumpe en la historia, y que debe tomar la forma del encuentro con otros – en el sentido del Emmanuel -; esta reflexión nos lleva a considerar la referencia al tiempo finito de la vida de la gente como decisiva para el esfuerzo por el Reino, no nos invita a huir del mundo o a concentrarnos en la práctica del formalismo ritual[13]. Amar a Dios implica comprometerse amorosamente con el mundo y sus habitantes (recuérdese la interpelación de Hechos 1, 11: “amigos galileos ¿Qué hacen ahí mirando al cielo?”). Esta convicción llevó a Jesús a enfrentarse a los fariseos y a los maestros de la Ley. Para el cristianismo, permanecer en la remisión a la eternidad sin volcarse al tiempo finito constituye una grave limitación ética y espiritual (incluso ontológica, como destacaron acertadamente Schelling y Hegel).

Esta espiritualidad de la praxis puede asumir una forma política. En Las variedades de la Religión hoy, Charles Taylor ha puesto de manifiesto la herencia cristiana presente en la forja de un sistema político y legal igualitario en el contexto de la Declaración de Derechos de las trece colonias norteamericanas que afirmaban su autonomía frente a la metrópoli[14]. “Nosotros, un pueblo bajo Dios” es la frase que inicia el documento. Los fundadores de la naciente república estadounidense estaban absolutamente convencidos de que construyendo un Estado observante de los derechos universales de individuos libres e iguales estaban haciendo justicia al espíritu del Evangelio concerniente a la preocupación por el Reino. Creían firmemente que los privilegios y las jerarquías imperantes en la vieja Europa – la del Antiguo Régimen – trasgredían aquel mismo espíritu. Las alusiones absolutistas a la cabeza del “cuerpo místico” como legitimadoras de las autoridades tradicionales les parecían más medievales que bíblicas[15]. Bajo la premisa de que todos somos criaturas de Dios, hechos a su imagen y semejanza – además de seres dotados de razón y de sensibilidad, capaces de actuar conforme a principios: una definición es evocada al lado de la otra – la república constituye el mejor régimen político concebible. A la luz de estas ideas, la hipótesis del orden natural jerárquico se manifiesta inconsistente y falaz. Esta experiencia histórica constituye – junto a la Ilustración francesa y su herencia revolucionaria – el cimiento espiritual de nuestras repúblicas liberales contemporáneas. Con el paso de los años, la visión ilustrada ha adquirido un mayor protagonismo para la cultura de los derechos humanos, sin que ello implique que la versión teológica haya desaparecido.

Las repúblicas florecen en un espacio y en un tiempo seculares. La fuente de la legitimidad del poder político reside en el consentimiento y en las acciones coordinadas de los individuos que conformamos la sociedad. No es fruto del arbitrio de una autoridad “política” o eclesiástica, presuntamente puesto en tal lugar por el deseo expreso de una divinidad. Los cielos no se abren para manifestar las órdenes de un Ser Supremo que habla a través de sus reyes o de sus sumos sacerdotes, sus incuestionados oráculos. La estructura de la ley y del gobierno no proviene de “arriba”, del juicio de una “élite de iniciados”, sino del acuerdo argumentativo de ciudadanos libres, titulares de Derechos Universales inalienables. Cada uno de ellos delibera en torno a la racionalidad de lo público – en torno a lo justo y legal -, y elige por sí mismo sus propósitos vitales y espirituales (esto no es en absoluto ajeno al espíritu cristiano, profundamente liberador; considérese el consejo paulino formulado en 1 Tesalonicenses 5, 21: examínenlo todo y quédense con lo bueno”). La separación entre la religión y la política – entre la Iglesia y el Estado – apunta a proteger de toda “intervención tutelar” el discernimiento público del ciudadano, así como procura garantizar la libertad de cada individuo para decidir creer (o no creer) sin coacción alguna. Un Estado democrático debe cultivar la tolerancia y promover la diversidad de convicciones y credos en el marco de un pluralismo razonable[16]; no debe intervenir en cuestiones de confesión y culto, que conciernen sólo a la conciencia de cada cual, y a las asociaciones en las que el individuo milite voluntariamente. Es evidente - solamente para poner un ejemplo bastante obvio - que si un directivo de una institución pública determina que todos sus funcionarios deben tener un retiro espiritual por año se está violando groseramente el precepto señalado. Una sociedad liberal tiene que distinguir estrictamente entre lo que es de Dios y lo que corresponde al César (en realidad, para decirlo mejor, lo que pertenece a la propia comunidad política como tal).

Una sociedad secularizada cuenta con una esfera pública, un conjunto de espacios comunicativos – separados nítidamente del Estado y del mercado – a través de los cuales los ciudadanos forman, a través del diálogo y del ejercicio racional de la crítica, una opinión común sobre temas de interés colectivo[17]. Se trata de escenarios compartidos para la deliberación cívica en condiciones de simetría: en los asuntos prácticos sobre las que ella versa (temas políticos y de ética pública), todos los interlocutores están en el mismo nivel de consideración. Cada uno expresa sus argumentos como agentes autónomos, exponiéndose a la crítica y a las razones de los demás participantes. Allí no cuentan los “iluminados” ni puede invocarse otra autoridad que la de la claridad y la plausibilidad de las razones. Cualquier pretensión “tutelar” de parte de instituciones civiles, religiosas o militares resulta perniciosa y gravemente distorsionadora. Toda forma de intervención externa está fuera de lugar; aquí sólo los ciudadanos mismos son quienes tienen la palabra. La deliberación busca lograr consensos racionales – no se trata de sondeos de preferencias subjetivas o encuestas, sino de un estricto intercambio argumentativo -, o en todo caso, pretende plantear disensos razonables e inteligibles para todos. Por ello, las posiciones han de ser explícitamente seculares; si poseen una inspiración religiosa – y podrían tenerla -, tienen que asumir una forma racional abierta al escrutinio público, puesto que un alegato de carácter exclusivamente confesional (del estilo “así no pensaban los primeros cristianos”, o “eso no está en El Corán”) no podría ser suscrito razonablemente por la totalidad de los agentes deliberativos (excedería lo que puede ser materia de una discusión cívica). De lo que se trata es precisamente de reconocer los principios prácticos, las valoraciones y los cursos de acción que podríamos llegar a compartir.

La esfera pública constituye uno de los frutos más importantes de la secularización, y es una de las encarnaciones más decisivas de una sociedad genuinamente democrática. He querido mostrar en qué medida estas construcciones histórico - sociales no son incompatibles con el espíritu del cristianismo, aunque apunten sólidamente a la cimentación de una sociedad pluralista, un sistema de instituciones que permita efectivamente el diálogo crítico entre ciudadanos libres, más allá de sus diferencias culturales, ideológicas y religiosas. Podríamos resumir lo dicho señalando que la secularización constituye un proceso vital en virtud del cual los agentes – cuando se trata de esclarecer las cuestiones relativas al sentido de sus prácticas y discursos, o de examinar los asuntos de interés público - hacen referencia significativa al espacio y tiempo de las relaciones humanas como horizonte encarnado de deliberación y acción común. Nada tiene que ver esto con ‘la pérdida de la sustancialidad de la vida’; antes bien, lo que se procura es abrir espacios plurales de libertad para la búsqueda y el discernimiento de esa sustancialidad. Encontrar las sedes de sentido de un modo intersubjetivo y mundano - vital, por así decirlo[18]. Se trata de configurar y preservar espacios deliberativos en los que las convicciones y los credos tengan un lugar – un lugar para el cuidado de la fe, del respeto mutuo y del reconocimiento – pero donde al mismo tiempo podamos cultivar vínculos políticos comunes.

[1] Sobre una versión “política” de esta posición paleoconservadora, cfr. Hernando, Eduardo Pensando peligrosamente: el pensamiento reaccionario y los dilemas de la democracia deliberativa Lima, PUCP 2000 e Idem, Deconstruyendo la legalidad Lima, PUCP / ADP 2001.
[2] Véase Taylor, Charles Imaginarios sociales modernos Barcelona, Paidós 2006 ; Taylor, Charles Las variedades de la religión hoy Barcelona, Paidós 2004.
[3] Vattimo, Gianni Creer que se cree Barcelona, Paidós 1998; Vattimo, Gianni Después de la cristiandad Barcelona, Paidós 2003.
[4] Haour, Bernardo “Ética y política” ponencia dictada en el IV Simposio Filosófico Religión y Pensamiento Post-metafísico (versión inédita), junio de 2007.
[5] Cfr. La tesis central de los ensayos que componen mi libro Racionalidad y conflicto ético. Cfr. Gamio, Gonzalo Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica lima, IBC – CEP 2007.
[6] Consúltese Taylor, Charles “La política liberal y la esfera pública” en: Argumentos filosóficos Barcelona Paidós 1997. p. 348 y ss.
[7] Cfr. Gamio, Gonzalo “La purificación del juicio político. Narrativas de justicia, políticas de reconciliación” Derecho & Sociedad Nº 24 Lima 2005 pp. 378 – 389; consúltese Haour, Bernardo “Ética y política” op.cit., pp. 1 – 2.
[8]Véase Foucault, Michel Vigilar y castigar México, Siglo XXI 1976; Idem Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones Madrid, Alianza Materiales 1997.
[9] Burckhardt, Titus “Ser conservador” en El espejo del intelecto Barcelona, José J. de Olañeta Editor 2000 p. 39.
[10] Cfr. Weber, Max La ética protestante y el espíritu del capitalismo Buenos Aires, Hyspamérica 1985.
[11] Hegel, G. W.F. Principios de la filosofía del derecho Madrid: EDHASA, 1986 p. 52.
[12] Cfr. Nietzsche, Friedrich El ocaso de los ídolos Buenos Aires, Siglo XX 1979.
[13] Cfr Vattimo, Gianni Después de la cristiandad op.cit., capítulo 8.
[14] Taylor, Charles Las variedades de la religión hoy op.cit., capítulo 3.
[15] En Efesios 1,10 Pablo señala con claridad que la única cabeza del cuerpo místico es Cristo.
[16] Evidentemente, la tolerancia y la apertura dialógica constituyen condiciones de ese pluralismo: la invitación a la violencia y la promoción del fanatismo son inaceptables. Véase Rawls, John Liberalismo político México FCE 1995 Confrencias 1 – 4.
[17] Habermas, Jürgen Historia y crítica de la opinión pública Barcelona, G. Gili 1994; Idem Facticidad y validez Madrid, Trotta 1998, especialmente el capítulo III.
[18] Hay quienes consideran – erróneamente – que la única forma de trascendencia tiene un carácter estrictamente sobrenatural. Es cierto que en contextos coloquiales se usa el término casi exclusivamente como una categoría religiosa; sin embargo, contamos con una lectura “griega” de la trascendencia, entendida en términos del logro de la plenitud de un propósito ético o de un modo virtuoso de vivir (convertido en “inmortal” por medio del recuerdo). Creo que resulta positivo reconocer ambos sentidos, sin disolver el segundo, pues éste tiene importantes consecuencias para una interpretación “humanista” de la ética y de política. Martha Nussbaum es quien mejor ha desarrollado ese punto de vista en la actualidad. Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 - 694.

sábado, 16 de junio de 2007

JUSTICIA TRANSICIONAL Y ESPACIOS COMUNICATIVOS

ESFERA PÚBLICA, MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y SOCIEDAD CIVIL


Gonzalo Gamio Gehri



Si consideramos el problema de la recuperación de la memoria como empresa común – como una tarea compartida que constituye el punto de partida de cualquier proyecto de reconciliación política y social – entonces queda claro que el encuentro dialógico con las víctimas abre el camino para incluir a otro en el horizonte de nuestros vínculos ciudadanos. Recuperar la memoria implica poner en juego nuestra imaginación ética, meditar acerca de lo que pudimos hacer, y podemos hacer en el futuro. Atender a su modo de expresar su dolor, su sensación de desamparo, su anhelo de justicia, nos mueve a indagar acerca de nuestra responsabilidad frente a esa injusticia; si hubiésemos mostrado un mayor interés por lo que sucedía en las alturas de Ayacucho o en Apurimac, o por lo que se pensaba y predicaba en la Universidad San Cristóbal de Huamaga, quizás el terror y la represión hubiesen podido ser conjurados a tiempo. Si hubiésemos percibido al comunero de Ucchuraccay o al campesino de Chuschi como uno de nosotros, ciudadano del mismo Estado, entonces probablemente hubiésemos luchado porque los conflictos sociales sean planteados o resueltos a través del debate y la observancia de la ley; el recurso a la violencia hubiese sido menos atractivo para tantos pobladores empobrecidos, que hubiesen podido responder con mayor firmeza a los cantos de sirena de ideologías delirantes. Si las diferencias raciales y culturales hubiesen sido concebidas como parte de modos de ser reconocidos como elementos valiosos para la integración de nuestra comunidad política – y admitidos como tales en nuestros programas educativos y nuestros proyectos políticos, así como en nuestras interacciones cotidianas en Universidades, dependencias del Estado, sedes judiciales, Iglesias y mercados – esta tragedia probablemente no hubiese tenido lugar. Ello nos lleva a preguntarnos hasta qué punto hemos sido pasivamente injustos; conocer la verdad de ese tiempo de terror y abandono nos ofrece pistas para responder esa pregunta y reconducir nuestra actitud respecto de nuestros conciudadanos. Confrontarse con la verdad constituye un imperativo moral si queremos re-fundar una auténtica res pública, vale decir, si queremos ampliar nuestra red de lealtades ético – sociales y compromisos cívicos, extender nuestro nosotros a todos los habitantes y naciones que componen nuestra sociedad. Una y otra vez, las demandas de justicia transicional están estrechamente vinculadas a la lucha por la inclusión democrática y la apertura de espacios públicos.

He sostenido que el Informe Final de la CVR constituye un documento fundamental para la configuración de nuestra memoria histórica respecto de la violencia y las posibilidades de nuestra vida cívica, pero he señalado también que esa tarea no se agota en la recepción del Informe, antes bien, considero que éste texto debe ser discutido por la ciudadanía a través de sus principales foros; el de los poderes del Estado, pero sobre todo al interior de las instituciones de la sociedad civil. La lectura general del conflicto armado interno, así como las recomendaciones de la CVR en lo relativo a las reformas institucionales o al Programa Integral de Reparaciones pueden ser asumidas o reformuladas a través de la discusión ciudadana. La recuperación pública de la memoria constituye un proceso social que requiere tiempo, compromiso y espacios para la interacción dialógica. La entrega del Informe Final de la CVR constituye el inicio de ese poceso; el documento mismo configura en todo caso el horizonte conceptual desde el cual esta empresa crítica puede llevarse a cabo.

La necesidad de encontrar estos escenarios deliberativos pone de manifiesto la importancia del concepto de esfera pública – o los espacios de opinión pública - en los períodos de transición política. La existencia o inexistencia de una esfera pública constituye un dato crucial para el reconocimiento de una sociedad democrática. Jürgen Habermas (a quien debemos dos de las investigaciones más rigurosas sobre este tema[1]) considera que el espacio de opinión pública puede describirse propiamente como “una red para la comunicación de contenidos y tomas de postura, es decir, de opiniones, y en él los flujos de comunicación quedan filtrados y sintetizados de tal suerte que se condensan en opiniones públicas agavilladas en torno a temas específicos”[2]. Se trata de un espacio separado del Estado, en el cual los ciudadanos pueden encontrarse para discutir libremente en torno a temas o propósitos comunes, sin intervención o coacción externas[3]. Como se trata de “temas comunes” o “propósitos comunes”, vinculados a las vicisitudes del día a día, el acceso a dichos espacios no está restringido a los usuarios de un “saber especial”; para participar en la esfera pública basta con “dominar un lenguaje natural”[4]. Los participantes potenciales de los espacios de opinión pública son todos los ciudadanos, todos los que estén dispuestos a argumentar y a asumir un punto de vista, esto es, los potenciales afectados (o eventuales sujetos) de las políticas públicas.

Lo interesante de la esfera pública es que las formas de diálogo, entendimiento común y ejercicio de la crítica no se reducen a los encuentros cara a cara; los escenarios que ofrece a sus participantes son diversos – foros virtuales o “reales” – en tanto puedan constituirse en canales legítimos para la libre formación y confrontación de opiniones. “Para la infraestructura pública de tales asambleas, actos, exhibiciones, etc.”, asevera Habermas, “ofrécense las metáforas arquitectónicas del espacio construido en derredor: hablamos de foros, escenas, ruedos, etc. Estos espacios públicos permanecen todavía ligados a los escenarios y teatros concretos de un público presente. Pero cuanto más se desligan esos espacios públicos de la presencia física de éste y se extienden a la presencia virtual (con los medios de comunicación de masas como intermediarios) de lectores, oyentes y espectadores diseminados, cuanto más clara se hace la abstracción que el espacio de la opinión pública comporta, pues no consiste sino en una generalización de la estructura espacial de las interacciones simples”[5]. Dicho en otras palabras, los medios de comunicación y ciertos eventos artísticos o académicos extienden la experiencia de la configuración y el escrutinio de puntos de vista más allá del más puntual aquí y ahora.

Es preciso hacer una precisión respecto del carácter público de estas “opiniones” articuladas y enfrentadas en espacios comunes; ello nos llevará a contrastar la comprensión de la función de los medios de comunicación al interior de la esfera pública – esto es, como vehículos de extensión de la opinión pública – de la práctica ordinaria de los medios de comunicación como generadores de reacciones subjetivas inmediatas en sus “consumidores”. Desde su aparición en la época de la Ilustración (pensemos en los cafés de la Francia del siglo XVIII y en las primeras publicaciones periodísticas de aquellos críticos sociales y philosophes), los medios de comunicación social han sido concebidos como espacios para la argumentación y la contra -argumentación, ellos estaban al servicio de la formación de conciencias autónomas, de la discusión teórica y política, de la confrontación de programas sociales o visiones de la vida. Su función era promover la crítica y la formación de consensos racionales: en ese sentido buscaban formar opiniones “públicas”, modos intersubjetivamente generados de pensar y de actuar. Nada más lejos de apuntar – como parece ser el caso de los medios de comunicación de muestro tiempo - a la “producción” de reacciones puramente emotivas del individuo aislado, o a la apelación a su particular “parecer” (aunque este coincida con el “parecer” de muchos otros individuos). En este sentido, la esfera pública no busca convocar o movilizar a los ciudadanos a partir de la mera exaltación de la subjetividad: el elemento de la opinión pública es la acción de dar razón del propio punto de vista interactuando dialógicamente con otros.



“Una opinión pública no es, digamos, representativa, en el sentido
estadístico del término. No es un agregado de opiniones individuales
que se hayan manifestado privadamente o sobre las que se haya encuestado
privadamente a los individuos, en este aspecto no debe confundirse con los
resultados de los sondeos de opinión”
[6].


Esta es la estrecha relación entre la esfera pública y los medios de comunicación: estos amplían el radio de difusión de las opiniones y los debates sobre asuntos que interesan a la sociedad, o a ciertos grupos sociales que la conforman. Los medios escritos o audiovisuales pueden llevar la agenda de discusión del Parlamento o la Facultad hacia lugares más lejanos, en donde nuevos participantes pueden sumarse a la lista de oradores a través de esos mismos medios u otros. Esa es la razón por la cual la presencia de la esfera de opinión pública y sus recursos mediáticos resulta tan importante para los procesos de inclusión política. Cuando su presencia es efectiva, ella arranca el monopolio de la actuación pública a las antiguas élites. Naturalmente – como lo hemos anotado supra – la afirmación de la esfera pública constituye sólo un lado de la condición democrática; las demandas de justicia social, de redistribución del ingreso y satisfacción de las necesidades y capacidades esenciales al desarrollo humano corresponden a la otra dimensión de la democratización social[7]: en otras palabras, se trata de combatir en el nivel de lo socio – económico y en lo político las causas de lo que Galtung llama “violencia estructural”, la exclusión y la miseria. No me es posible desarrollar este punto aquí, siendo de primera importancia[8]. No obstante, las corrientes de opinión formadas en la esfera pública pueden contribuir a hacer sentir su voz en los debates en las instituciones sociales y el Estado y de esta manera movilizar a sectores importantes de la población para incorporar estas preocupaciones en la agenda pública.

Por supuesto, ofrecer un espacio para la formación y la crítica de la opinión pública no es el único objetivo de los medios de comunicación: el entretenimiento de la población es – por ejemplo - un fin legítimo y positivo. Sin embargo, al menos en el caso de los espacios periodísticos de los medios, uno echa de menos un compromiso más firme de los medios con la formación de escenarios deliberativos, o una mayor apertura hacia otras concepciones de la vida política. Esto en buena parte tiene que ver con la formidable – y para muchos autores, irreversible – colonización de la lógica de mercado en los medios, que han devenido empresas[9]. Esta conversión hizo posible que la máxima productividad y el logro de utilidades se convirtieran en fines prioritarios para ellos. Este cambio de perspectiva ¿Distorsiona gravemente el sentido originario de los medios de comunicación?

No es este el lugar para responder esta pregunta (en otro lugar mi respuesta ha sido - al menos parcialmente - afirmativa)[10], aunque resulta claro que aun desde el punto de vista empresarial, los medios suelen asegurar a sus lectores - espectadores – radioescuchas que ellos cumplen un compromiso con la investigación, con la imparcialidad ideológica y con la cultura cívica. Faltar a ese voto equivale a incurrir en alguna forma – metafórica, pero no por ello menos intensa – de estafa. Por eso mismo la colusión de la mayoría de los medios con la corrupción fujimontesinista constituyó un espantoso escándalo político[11]. El problema radica en que por lo general la empresa – al menos entre nosotros – se organiza según una estructura jerárquica, vertical: el capitalista manda. En el caso de las empresas periodísticas, el dueño suele imponer su propia “línea” editorial en materia política, reduciendo de algún modo la “libertad de expresión” a la “libertad de empresa”. Ello convierte a los medios de comunicación de masas en entidades cerradas y unilaterales, echando a perder precisamente uno de las condiciones esenciales de la esfera pública, el cultivo de la diversidad: esta ya vieja mutación de los medios deja el ámbito comunicativo a merced del poder económico (y frecuentemente, también a merced del Estado, cuando el “poder político” y el dinero – como es su costumbre -se cruzan). Restringir el privilegio del manejo de la información y la comunicación social a los medios privados equivale a ceder a una forma peculiar y sutil (pero particularmente peligrosa) de concentración de poder.

Si lo que he estado sosteniendo es correcto, es preciso destacar, en primer lugar, que la creación de espacios de opinión pública resulta crucial para la recuperación pública de la memoria y en general para el éxito de los procesos de justicia transicional y reconstrucción democrática. No es posible ninguna clase de inclusión política sin una convocatoria general al debate ciudadano, sin una ampliación radical del horizonte de interlocutores válidos en la esfera pública. A la vez es preciso señalar, en segundo lugar, que, reconociendo que esta ampliación de la esfera pública no puede lograrse sin los medios de comunicación, parece bastante claro que no podemos esperar demasiado de los medios con los que contamos en el Perú. Podríamos citar, para justificar esta afirmación, la cobertura periodística que recibió la CVR en el semestre inmediatamente anterior a la entrega del Informe Final. Con la excepción de una minoría de diarios – La República y El Comercio, por ejemplo, constituyeron un espacio de reflexión y diálogo que acompañó el desarrollo de las audiencias públicas -, el periodismo nacional concentró su atención en las extrañas especulaciones de los amigos del silencio y en la campaña difamatoria que urdieron los medios afines al fujimorismo. Se llevó completamente la lógica de los reality shows al tema de la CVR; imperó la búsqueda de “destapes” y los reportajes sensacionalistas para atraer a los lectores.

Pero nuestro escepticismo acerca de la efectiva “responsabilidad social” de muchos medios de comunicación para con la transición política puede hacerse aun más intenso. No se trata solamente de que no estén realmente comprometidos con los proyectos de justicia transicional – tengo mis dudas incluso que el poder ejecutivo sea completamente consciente de lo que significa gobernar en una sociedad que aun no ha cumplido con todos los objetivos de una transición democrática – el punto es que los accionistas de muchos medios de comunicación han tenido alguna participación en las componendas ilegales del gobierno de Fujimori, de manera que no resulta descabellado pensar que la vocación de objetividad no se cuenta entre sus virtudes, y que incluso podrían representar a algún grupo de interés respecto del éxito o el fracaso de los ideales de la transición. En tiempos de precariedad política, los medios pueden asumir sus propias pretensiones de “tutelaje”. Además, existe un problema de tipo “metodológico”. Las estrategias de estos medios para el acceso y la difusión de la “información” en muchos casos siguen siendo las mismas que en los años más oscuros de la dictadura. Hoy en día, las “primicias” periodísticas más reveladoras suelen ser con alguna frecuencia – particularmente en ciertos medios con un pasado autoritario - resultado no de una investigación seria (que implica evidentemente la verificación de la autenticidad de los indicios o evidencias), sino de la participación en la subasta y el tráfico de audios, vídeos o documentos ofrecidos por ex agentes del SIN o antiguos colaboradores del régimen fujimorista. En febrero del 2004, un canal de televisión hizo públicas las imágenes que probaron que cierta prensa sigue siendo digitada por Vladimiro Montesinos: ellas mostraron cómo el ex asesor presidencial indicaba por escrito a un personaje vinculado a la propiedad de un diario fujimorista qué debería aparecer como tema de interés en la primera plana del día siguiente, orden que es cumplida a pie juntillas[12]. Todo ello tenía lugar, increíblemente, en una de las sesiones judiciales en donde se trata el caso de la compra de la “prensa chicha”, y son los procesados los propios protagonistas. Los medios – con honrosas excepciones, entre las que se cuentan diarios independientes y democráticos como Perú 21 y La República, o revistas como Caretas – han optado por la estimulación de las reacciones afectivas y privadas de su audiencia, la promoción del debate público no forma parte ya de la “política” mediática; este enfoque general puede identificarse tanto en el modo de administrar la información como en la obsesiva atención de los medios en las encuestas de opinión, presentadas por ellos como la expresión inequívoca del “clima político”. Lo que se ha perdido es precisamente la disposición para acoger la formación e intercambio de posiciones[13]. Esto es de singular gravedad para cualquier proyecto de justicia transicional, puesto que recuperar la memoria histórica y discutir los principios de su selección no equivale a someter estos asuntos a un simple sondeo de popularidad.

Sin embargo, necesitamos encontrar recursos y espacios sociales que permitan fortalecer la esfera pública ¿Dónde encontrarlos? Sin ánimo de ofrecer una respuesta definitiva, creo que es imperativo dirigir nuestra atención a las instituciones de la sociedad civil. Soy consciente que estoy recurriendo a una noción polémica, que ha sido víctima de los ataques de aquella prensa autoritaria, prensa que ha luchado infructuosamente por identificarla exclusivamente con las Organizaciones no gubernamentales y sus funcionarios. No obstante, la filosofía política puede ayudarnos a resolver – al menos en una de sus direcciones – este problema teórico. En un sentido posthegeliano, se llama “sociedad civil” al conjunto de instituciones y asociaciones voluntarias que median entre los individuos y el Estado. Se trata de organizaciones que se configuran en torno a prácticas de interacción y debate relacionadas con la participación ciudadana, la investigación, el trabajo y la fe. Estas instituciones constituyen por tanto espacios de actuación claramente diferenciados respecto del aparato estatal y del mercado. Las universidades, los colegios profesionales, las organizaciones no gubernamentales, las comunidades religiosas, etc., son instituciones de la sociedad civil. La función de estas instituciones – desde un punto de vista político – consiste en articular corrientes de opinión pública, de actuación y deliberación ciudadana que permita hacer valer las voces de los ciudadanos ante el Estado en materia de vindicación de derechos y políticas públicas. Ellas buscan configurar espacios públicos de vigilancia contra la concentración ilegal del poder político (y económico).

Probablemente la sociedad civil sea el locus de la vida cívica en el sentido clásico de esta expresión; en todo caso, es el lugar por excelencia de la participación directa del ciudadano en los asuntos públicos. Necesitamos mediaciones que permitan que las conversaciones y polémicas cotidianas tengan alguna repercusión en las decisiones políticas y en el diseño de los programas sociales. Cada uno de nosotros pertenece a alguna institución de la sociedad civil: forma parte de una comunidad universitaria o pertenece a un gremio o colegio profesional, acaso profese una fe y asista a una Iglesia, etc. Tales instituciones son - o pueden convertirse en – espacios públicos de interacción y debate. Considero que es allí donde podemos encontrar las parcelas de esfera pública que echamos de menos para someter a crítica el Informe de la CVR y en general la manera como hemos de afrontar los procesos de justicia transicional. Se trata de construir y de reconstruir los foros “reales” y “virtuales” en donde podamos configurar dialógicamente nuestra memoria.

El acceso a la comunicación social y a la información no puede estar exclusivamente en manos de quienes entienden el trabajo de y en los medios como un negocio. Tampoco es razonable que el sentido de la línea editorial de los medios sea determinado por criterios externos al ejercicio del periodismo y sus principios. El ejercicio de la libertad de expresión no puede quedarse solamente en manos de los empresarios mediáticos. El énfasis exclusivo en el interés privado, la búsqueda y generación de utilidades y el cálculo costo – beneficio vician toda posibilidad de configurar espacios públicos, en los que la apertura a diferentes puntos de vista, el flujo libre de la información y la transparencia en su uso son condiciones esenciales. Hasta podría decirse que los medios – empresa constituyen más bien “espacios privados de opinión e información”, en tanto el uso de estas representa tan sólo la perspectiva de un grupo de interés (predominantemente económico). Las empresas mediáticas por lo general no han fomentado un clima de discusión en torno al rol de la memoria y la justicia en los proyectos de la transición política.

No es mi intención asumir una actitud intolerante frente a los medios de comunicación privados; ellos tienen todo el derecho de hacer su trabajo, y de concebir éste desde el paradigma de la empresa. Las organizaciones económicas tienen también un sistema de reglas. La ética empresarial es una versión de la ética del contrato, de modo que la observancia de la ley tiene que ser un principio normativo para su legítimo funcionamiento. Pero no es un secreto que en los últimos años este trabajo ha suscitado en muchos casos dudas fundadas respecto a su compromiso con la verdad y la civilidad, así como respecto de su independencia respecto del poder: está claro que en la última década no cumplieron siempre con su trabajo – ni cumplieron siempre con la ley -; los diarios y la televisión se convirtieron en vulgares instrumentos de control social, los más “eficaces” para la dictadura[14]. Todo ello ha generado en los ciudadanos un sentimiento de desconfianza que se conserva el día de hoy, a pesar de que es preciso reconocer que - en los últimos meses - ciertos medios han realizado investigaciones relevantes para la fiscalización eficaz del poder político. Rafael Roncagliolo ha señalado enérgicamente que así como la democracia es inseparable de las libertades comunicativas, es necesario reconocer que – desde los tiempos del fujimorato - “los medios, sobre todo la televisión, han contribuido al deterioro de la vida democrática, al convertir a los ciudadanos en consumidores y a la opinión pública en un conjunto de respuestas fragmentadas en las encuestas de opinión”[15]. Concuerdo plenamente con este punto de vista. No obstante, los ciudadanos tenemos derecho a participar en la recepción y discusión de la información y a disponer de espacios en donde esa recepción y discusión puedan realizarse sin distorsiones ni presiones provenientes de la esfera económica. La sociedad civil puede ofrecer esos foros. En tiempos en los que la crisis política (y el retorno de cierto “talante autoritario” bajo el gobierno aprista) pone en peligro la puesta en marcha de medidas públicas vinculadas a la justicia transicional y los Derechos Humanos – incluidos el sistema anticorrupción y las reformas institucionales propuestas por la CVR – los ciudadanos no pueden darse el lujo de ver recortada, en el plano de los hechos, la posibilidad de intervenir en la construcción de un proyecto común de vida.



[1] Habermas, Jürgen Historia y crítica de la opinión pública Barcelona, G. Gili 1994; Idem Facticidad y validez Madrid, Trotta 1998, especialmente el capítulo III. Voy a seguir en adelante el tratamiento que hace Habermas acerca de este tema.
[2] Habermas, Jürgen Facticidad y validez op. cit., p. 440.
[3] La existencia misma de la esfera pública implica el reconocimiento de la libertad de expresión como un derecho básico de cada uno de sus participantes.
[4] Ibid, loc.cit.
[5] Habermas, Jürgen Facticidad y validez op. cit., p. 441.
[6] Ibid, p. 442 (las cursivas son mías).
[7] Véase Morante, Juan Carlos “Verdad y reconciliación” en Antoncich, Ricardo y otros Ciudadanos y cristianos Lima, CEP 2003 especialmente pp. 173 – 4.
[8] Sobre este punto puede consultarse Lucash, G. (Ed) Justice and equality. Here and now Ithaca and London, University of Cornell Press, 1991 ;Nussbaum, Martha y Amatya Sen (Eds.) La calidad de vida México, FCE 1996; Walzer, Michael "Exclusión, injusticia y estado democrático" en Affichard y De Foucauld Pluralismo y equidad Buenos Aires, Nueva Visión 1995.pp.31-48.
[9] Me refiero, evidentemente, al modelo conceptual y social de la empresa, y a sus fines prioritarios. Está claro que toda institución social debe cumplr con las condiciones de eficacia y estabilidad en la administración de sus recursos económicos, de otro modo, no podrá existir como institución. El punto es que para el modelo empresarial, la lógica última de su gestión es el de la racionalidad instrumental, y su objetivo fundamental – en ocasiones excluyente – es el de la productividad y la acumulación de capital.
[10] Cfr. Gamio, Gonzalo “Crisis de la democracia, ciudadanía y medios de comunicación. aproximaciones éticas al caso peruano” op.cit.
[11] Véase Fowlks, Jacqueline “Comunicación política y democracia” en: Cuestión de estado Nº 27 – 28 pp. 49 -54.
[12] Revísese, por ejemplo, El Comercio, Correo y La República del 5 de febrero de 2004.
[13] Me he ocupado de este tema recientemente en Gamio, Gonzalo “Opinión ¿Pública?” en: Cuestión de Estado Nº 36 (Mayo de 2005) pp. 14 – 17.
[14] Cfr.Las agudas reflexiones de Max Hernandez al respecto en el conversatorio sobre “Corrupción y democracia” publicado convocado por SIDEA, la PUCP y el IEP en 2001. Blondet, Cecilia y otros Corrupción y democracia Lima, SIDEA 2001, especialmente pp. 19 – 20.
[15] Roncagliolo, Rafael “Comunicación, política y ética” aparecido en La República del 12 de febrero de 2004 p. 19.

SIMPOSIO FILOSÓFICO: RELIGIÓN Y SABER POSTMETAFÍSICO


Gonzalo Gamio Gehri


¿En qué sentido las religiones pueden pretender “verdad” en un mundo que se ha proclamado “desencantado” respecto de los “grandes relatos”[1] que otrora le asignaban sentido a la vida humana? ¿Podemos hablar propiamente de “verdad” en un contexto postmetafísico, o incluso antimetafísico? ¿Qué consecuencias éticas pueden extraerse de una eventual - y saludable - “liberación de la metafísica”? Estas son importantes preguntas que los participantes del IV Simposio Filosófico examinarán en detalle – en diálogo crítico con la filosofía postmoderna – los días 19 y 20 de junio en el ISET Juan XXIII (Alfredo Cadenas 290, Pueblo Libre, altura c. 18 de la Av. Bolívar) desde las 6 p.m.

En los últimos años, el tema de la relación entre la religión y la cultura contemporánea ha sido recuperado por los filósofos. Jürgen Habermas ha discutido la presencia del cristianismo en las bases prepolíticas del Estado democrático liberal; por su parte, Richard Rorty ha recuperado las lecturas ‘románticas’ y pragmatistas del pensamiento religioso como herramientas para la cimentación de una concepción antiautoritaria de la vida humana. Gianni Vattimo ha bosquejado su particular “retorno a la fe” desde los derroteros críticos del llamado ‘pensamiento débil’. Charles Taylor ha elaborado una singular lectura de la dialéctica entre secularización y creencia religiosa a partir de una revisión de la obra de William James, Las variedades de la experiencia religiosa. Son sólo cuatro ejemplos de un genuino asunto de interés filosófico. En nuestro medio, sin embargo, tales esfuerzos teóricos no se han convertido en tema de reflexión. Este es un trabajo que los ponentes de nuestro Simposio llevarán a cabo. Las conferencias estarán a cargo de los profesores Bernardo Haour, Malvina Cruz, Raúl Pariamachi y Miguel Ángel Ruiz. Los acompañarán como comentaristas los profesores Atilio Castro, María Nelly Vásquez, Arturo Rivas, Juan Anguerry, Marco Jiménez, Enrique Delgado y Gonzalo Gamio. La entrada es libre.
Esquema de mi intervención.-
SECULARIZACIÓN ¿UN PROYECTO INCOMPLETO?


Gonzalo Gamio Gehri



I.- CONCEPTO DE SECULARIZACIÓN

1.- Secularización y experiencia del tiempo.
2.- Sagrado y profano.
3.- Tiempo ordinario.

II.- SECULARIZACIÓN Y MODERNIZACIÓN

1.- El “Desencantamiento del mundo”.
2.- La idea del “Logos óntico” v.s. la noción de diseño.
3.- Secularización y política.
4.- Esfera pública y privada.

III.- SECULARIZACIÓN EN EL PERÚ. PROYECTO INCOMPLETO.

1.- Catolicismo, modernidad y política. Vaticano II, antes y después.
2.- Lo “barroco” en el Perú. Secularización y laicidad truncas en el Perú.
3.- Tradicionalismo, Teología de la Liberación y “pensamiento social cristiano”.
4.- Horizontes de Libertad.


[1]. Cfr. Lyotard, Jean-Francois La condición postmoderna Madrid, Cátedra 1987.

domingo, 10 de junio de 2007

INJUSTICIA PASIVA Y POLÍTICAS DEMOCRÁTICAS




Gonzalo Gamio Gehri


El Informe Final de la CVR ha echado nuevas luces sobre la manera como la tentación autoritaria ha conspirado contra la democracia peruana desde su recuperación en 1980 . La creación de los comandos político – militares supuso el retroceso de la política democrática en favor de la administración militar del poder, que implicaba también la competencia de su justicia, de modo que los crímenes contra los Derechos Humanos fueron considerados meros delitos de función; esta medida constituyó el caldo de cultivo de la terrible represión militar que tuvo lugar en las zonas de emergencia. La penosa abdicación del poder por parte del gobierno civil en favor de las FFAA en las zonas golpeadas por la violencia terrorista sentaron las bases de lo que después daría forma a los métodos de control cívico – militar bajo la dictadura fujimorista. El acoso a la prensa independiente y las desapariciones forzadas tuvieron su origen en el repliegue voluntario de los gobiernos democráticos, y en el silencio indolente y la inoperancia de los políticos frente a las violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos y el avance de los grupos subversivos. Las autoridades civiles simplemente renunciaron a cumplir con el mandato que les otorgó la población, se negaron a fiscalizar e investigar las acciones militares en los gobiernos político – militares. La dupla Fujimori – Montesinos sólo amplió maquiavélicamente el radio de acción de los mismos métodos: convirtió el país entero en una gigantesca zona de emergencia.

Esta situación llegó a su punto culminante con el autogolpe del 5 de abril de 1992. Nada de ello tuvo lugar sin la complicidad de la población, que por lograr algún tipo de seguridad, renunciaba expresamente a vivir al interior de una sociedad vertebrada de acuerdo con los principios de un Estado de Derecho. El Informe Final lo señala de manera clara y elocuente en su Conclusión 77: “La CVR ha constatado, con pesar, que los gobiernos civiles no estuvieron solos en esta concesión al uso indiscriminado de la fuerza como medio de combate contra la subversión. Por el contrario, la proclividad de dichos gobiernos a la solución militar sin control civil estuvo en consonancia con un considerable sector de la sociedad peruana, principalmente el sector urbano medianamente instruido, beneficiario de los servicios del Estado y habitante de zonas alejadas del epicentro del conflicto. Este sector miró mayoritariamente con indiferencia o reclamó una solución rápida, dispuesta a afrontar el costo social que era pagado por los ciudadanos de las zonas rurales y más empobrecidas.”


La mayoría de los peruanos decidieron “tolerar” una dictadura, pagando el costo de renunciar a la ciudadanía en nombre de las expectativas de “orden” y “eficacia” en la administración del poder (con todo lo relativo que pueden sonar estos términos cuando precisamente se aplican a un régimen corrupto como el de Fujimori). Lamentablemente se trata de una tentación que no ha sido abandonada del todo en el Perú; aun el día de hoy toca nuestras puertas . Se trata de un complejo fenómeno sociopolítico en el que convergen autoritarismo, mesianismo y un particular desencanto frente al ejercicio de la ciudadanía activa. Hugo Neira lo ha descrito magníficamente evocando la noción renacentista de "servidumbre voluntaria" . Esta no es una actitud nueva en la historia peruana – de hecho, se ha dicho que constituye una especie “enfermedad crónica” prsente en nuestra historia social y política - pero puede graficar bastante bien los modos de actuar (y de no actuar) de muchos peruanos y peruanas bajo el gobierno dictatorial de Fujimori, al menos entre 1992 y 1997. Nos referimos a una especie de "trueque" - silencioso, pero patente - en el que los ciudadanos, a cambio de una cierta "eficacia administrativa" por parte del gobernante (p.e., en términos de medidas macroeconómicas antiinflacionarias o en políticas de lucha contra la subversión), renuncian al ejercicio de sus derechos políticos, a participar en la vida pública , o incluso a censurar casos evidentes de corrupción, violencia explícita o de comportamiento autocrático en el ejecutivo. En efecto, Fujimori y su cúpula cívico - militar quebraron el orden democrático, redactaron una constitución a la medida de sus ambiciones particulares, controlaron ilegalmente el poder judicial y los medios de comunicación, persiguieron a sus opositores políticos, constituyeron comandos paramilitares que actuaban al margen de la ley, entre otros delitos contra la democracia y los Derechos Fundamentales. Todo esto era historia conocida mucho antes de 1997, pero muchísima gente prefirió simplemente mirar a otro lado y guardar silencio. Los problemas de recesión, pobreza extrema y desempleo eran aprovechados por Fujimori y sus socios para generar formas de clientelismo político, como la creación de un "mercado cautivo" entre los más pobres y excluidos, que podría ser utilizado electoralmente en su momento. Mucha gente - entre los que se contaban importantes académicos y políticos - asumió una actitud claramente condescendiente frente a esta forma de opresión e injusticia. "Necesitamos a un Pinochet", decían.


Consideremos, en contraste, lo que significa la vida en democracia. Un concepto inclusivo de democracia necesariamente destaca tres elementos fundamentales i) el control ciudadano e institucional del poder; ii) la valoración del disenso político como un aspecto fundamental de los procesos de deliberación pública y como expresión de libertad; iii) la lucha por la inclusión de los ciudadanos en la dinámica propia de la esfera pública y de la esfera económica. Estas tres determinaciones de la democracia suponen en alguna medida una dimensión normativa , pues se trata de lograr unos tele aun no conquistados, vinculados a la construcción de espacios diferenciados de interacción social (el Estado, el mercado, la sociedad civil) en los que pueda en principio accederse a formas de actuación y cultivo de bienes no distorsionadas por relaciones basadas en la inequidad o en la violencia. La actividad política, entendida como la búsqueda de un destino común de vida a través del discurso y la acción concertada , constituye el horizonte desde el cual la democracia como sistema de instituciones puede sostenerse.

Una sociedad es democrática si observa las formas de procedimiento y participación ciudadana que promueven la distribución del poder . Una perspectiva como esta tiene que enfrentar – especialmente en contextos como el nuestro – no sólo los modos de injusticia social (en lo relativo a las desigualdades socio-económicas y a la inexistencia de políticas interculturales que permitan el acceso de los peruanos al bienestar y al desarrollo humano) si no también las formas de injusticia pasiva, la indiferencia de los ciudadanos frente a los ataques contra individuos o sectores de individuos – o contra el estado de derecho constitucional – en nombre de la eficacia instrumental, que pasa a concebirse como un valor que pretende subordinar principios constitucionales y derechos fundamentales. Tal situación genera una progresiva retirada de lo político, así como la emergencia de políticas autoritarias.


He introducido ya la noción de injusticia pasiva, lo que me permite hacer alguna aclaración y así ampliar un tanto – si cabe – el concepto de “servidumbre voluntaria” desarrollado por Neira en su inteligente ensayo sobre el fujimorismo y la transición. Se trata de dos conceptos que están estrechamente conectados; creo que esta conexión puede ser útil para comprender el fenómeno autoritario en nuestro país. “Injusticia pasiva” es una expresión que he tomado del notable libro de Judith Shklar, The faces of injustice, y proviene originalmente de la agudas meditaciones de Cicerón sobre la justicia política . De acuerdo con el filósofo romano, se puede ser injusto en dos sentidos: de un modo activo, en cuanto uno infringe directamente la ley con sus acciones, lesionando el estado de derecho, pero también uno puede ser injusto pasivamente, cuando el individuo – por desidia, desinterés o egoísmo – permite a causa de su inacción que se atente contra el derecho de otro o contra el orden constitucional. La injusticia pasiva se refiere a aquellos casos en los que el individuo renuncia al ejercicio de la ciudadanía, cuando pudiendo actuar en defensa de quien es ofendido o agredido, prefiere ocuparse de sus propios asuntos . Mientras la posibilidad de acceso al bienestar esté más o menos garantizada, el pasivamente injusto se desentenderá del ejercicio de sus libertades políticas.


La demanda de “mano dura” por parte de la población civil y la actitud indilgente respecto del autoritarismo y la corrupción gubernamental están estrechamente ligadas con esta forma de injusticia y rechazo voluntario de la ciudadanía. El desgano y la indiferencia de los individuos respecto de sus capacidades para la construcción de un destino común de vida, la falta de reconocimiento del orden legal como constitutivo de su identidad política termina resintiendo las posibilidades de supervivencia del sistema democrático, que pasa a convertirse en un mero teatro de apariencias y en un burdo instrumento en manos del dictador de turno y su entorno. El individuo, engañado, tiene tan sólo una ilusoria sensación de libertad, pues ha dejado de facto de ser un agente públicamente autónomo . El recorte de la libertad cívica implica por sí mismo la concesión de nuevos espacios de poder al gobernante de turno. Este argumento recuerda claramente a la célebre dialéctica del señor y del siervo, desarrollada por Hegel en la Fenomenología del espíritu: para Hegel, aquel que sacrifica su propia libertad con tal de asegurar la vida deviene en siervo; el señor nutre su capacidad de dominación de aquello que voluntariamente le ha concedido el siervo gracias a su propio temor. Buscando preservarse, se ha perdido realmente a sí mismo . El dilema se plantea entonces entre ser siervo o ciudadano, esto es, señor de sí mismo y sujeto de derechos . Ciertamente, las miles de personas que se organizaron y movilizaron – pacífica y firmemente – en contra de la dictadura fujimorista y en favor de la formación del gobierno de transición hicieron su elección, optaron por ser libres. Hoy, que los vientos autoritarios amenazan con volver a soplar entre nosotros, el dilema parece volver a plantearse.

Aunque en tiempos de precariedad política los individuos pasivamente injustos eligen – a veces tácitamente - ser siervos en lugar de ciudadanos, no por ello desaparece su responsabilidad respecto de la emergencia o el fortalecimiento de un régimen autoritario y la violación de los Derechos Humanos. Justamente al contrario esa elección y su perseverancia en ella robustece las dictaduras. En esta dirección Shklar sostiene que el hombre injusto, desencantado de sus deberes cívicos, desarrolla una actitud despectiva para con las víctimas; aunque no ejerza explícitamente la violencia física, su silencio y anuencia para con la violencia sufrida por otros guarda en casos extremos alguna forma de silenciosa complicidad con los perpetradores. “Lo que él hace a las víctimas de la injusticia es, no sólo asaltarlos directamente, sino también ignorar sus demandas. Él prefiere ver sólo mala suerte donde las víctimas perciben injusticia” . Pudimos hacer algo y no lo hicimos. Es en esa línea de reflexión que la CVR llama la atención sobre la responsabilidad moral de todos los ciudadanos en relación con la crudeza del conflicto armado y la ausencia de compromiso ciudadano con la defensa de los Derechos Humanos y la institucionalidad democrática.

Nuestro desinterés contribuye con la pérdida de libertad y con el imperio de la corrupción; nuestra indolencia alimenta el sentimiento de inmunidad de quienes utilizan la represión indiscriminada como estrategia de pacificación o promueven leyes de amnistía (o quienes creen poder imponer una ideología fundamentalista a través de la fuerza). Nuestro hacer o dejar de hacer genera repercusiones importantes en la distribución o concentración del poder político. Creer que nuestra influencia es insignificante constituye una expresión de miopía política o acaso un recurso ideológico de quienes detentan el poder (o pretenden acceder a él) desde canteras autoritarias. Es verdad que nuestro país – gobernado mayoritariamente por militares golpistas en su corto periodo de vida “republicana”– no ha contado aun con un programa educativo centrado en la formación de una “cultura política ciudadana”; no hemos contado con algo así como una paideia democrática . La cultura autoritaria hunde sus raíces en nuestro pasado (y presente), y no podría decirse que ha sido impuesta sólo desde afuera . Sin embargo, al menos desde 1997 – justamente en la importante lucha social contra el régimen de Fujimori – se generó en el Perú un nuevo espíritu de libertad cívica, la adhesión de grandes sectores de la población a una agenda pública que incluía la reconstitución del estado de derecho, el respeto de los procedimientos democráticos, la construcción de consensos públicos y la defensa de una presencia mayor de la “sociedad civil” en la toma de decisiones políticas. Se reconocía asimismo la necesidad de configurar espacios comunes de debate y vigilancia ciudadana como medida imprescindible para evitar el retorno del control autoritario de la sociedad. Es difícil olvidar aquellas marchas estudiantiles, así como esos hermosos rituales de interacción cívica: el Muro de la Vergüenza y el lavado de la bandera ¿Nos es posible recuperar ese espíritu hoy?

martes, 5 de junio de 2007

SALIÓ MI LIBRO "RACIONALIDAD Y CONFLICTO ÉTICO"


Les comento que acaba de salir publicado mi libro Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica, editado por el Instituto Bartolomé de las Casas y el Centro de Estudios y Publicaciones. Es una profunda alegría para mí que quería compartir con ustedes. Aquí les presento una parte de la Introducción del texto, y un esquema de su contenido temático.



Gonzalo Gamio Gehri



Que la filosofía pudiese esclarecer nuestra práctica – es decir, tanto nuestras actividades ordinarias como nuestros modos de vida en general – constituía, qué duda cabe, el anhelo de la filosofía griega, al menos desde Sócrates hasta Sexto Empírico. Después de la antigüedad, la vigencia de tal anhelo ha sido discutida intensamente en occidente sin lograr erradicarlo del todo; ni siquiera hoy, en tiempos en que impera casi sin resistencias la razón instrumental, encarnada en el quehacer tecnocientífico y en los fueros de la economía de mercado. Que el pensamiento crítico pudiese penetrar en el horizonte de nuestros actos e interacciones con el fin de indagar sobre su “sentido”, así como des-cubrir espacios significativos para el compromiso, contribuía a “mejorar la vida”, en tanto le confería un carácter reflexivo y crítico. Esclarecer la práctica equivale a otorgarle racionalidad, y a darle una dirección, un télos. La pregunta por las razones que animan nuestras acciones nos remite a la pregunta por la vida buena.

A diferencia de las diferentes “cosmovisiones” (ideologías políticas y religiosas, visiones generales acerca de los “valores”, etc.), la filosofía como actividad no se guarece en los privilegios de determinadas “autoridades” – individuos iluminados o instituciones “tutelares” – que se yerguen como supremos administradores o árbitros de la Única Verdad o el Supremo Bien; la filosofía le reconoce a los agentes concretos (los usuarios de las prácticas sociales en cuestión) su condición de interlocutores válidos en la discusión sobre la corrección de sus actividades y propósitos. Ellos son los protagonistas de sus vidas y comunidades: sobre ellas tienen algo que decir. En temas éticos como éste la única autoridad que puede ser invocada con propiedad es la solidez de los argumentos y la consistencia de las interpretaciones, encarnadas en modos de actuar.

La filosofía interpela las culturas que habitamos, y las creencias que asumimos con frecuencia sin mayor cuestionamiento. Des-cubrir los sentidos subyacentes a las prácticas y las valoraciones cotidianas nos permite reparar en su cimentación conceptual, y reconocer que nuestros modos de organizar y comprender el mundo no son los únicos posibles, y que la jerarquía de “valores” que orienta nuestra vida no excluye otras listas y otros modos de conducir la existencia. La crítica y la reflexión permiten vislumbrar el cambio de esquema conceptual como un hecho de la vida, de modo similar a lo que sucede en el caso de las culturas y las comunidades: el análisis histórico-crítico nos permite constatar que las concepciones y valoraciones que suscribimos en el presente contrastan con las que nuestra propia cultura suscribía en el pasado. El reconocimiento del factum de la diversidad es condición para el ejercicio del diálogo racional e intercultural al interior de las sociedades complejas que habitamos en la modernidad, y no un síntoma de “relativismo” como algunos sectores académicos conservadores insisten en señalar. La forja de consensos supone la apertura reflexiva a las diferencias en espacios públicos abiertos al libre encuentro de las razones.

La filosofía se ocupa de lo invisible, de lo que permanece inadvertido para la conciencia sumergida en las presuposiciones que vertebran el llamado “sentido común”. Ella explicita – a través del proceso de interpelación que pone en ejercicio – el influjo de los pre-juicios en la conciencia común, permite someterlos al examen racional, y pone de manifiesto otros modos de pensar las cosas. Es en este sentido que puede destacarse sólidamente el concepto griego de verdad como alétheia (des-ocultamiento). La filosofía puede contribuir a conmover las presuposiciones, cuya validez solemos asumir dogmáticamente en los fueros ideológicos, para trocarlas en conceptos, categorías que han pasado por el filtro de la crítica. No se trata de que el “error” simplemente deponga las armas frente a la “verdad”: se trata de que el cuestionamiento racional ponga sobre el tapete aquellas concepciones de la realidad que vertebran y guían subterráneamente nuestras actitudes y “saberes”; que examinemos su consistencia, y que reparemos en las sendas alternativas que nuestro pensamiento y nuestra acción puedan transitar o revelar como significativas. Esta es la función liberadora de la filosofía, que Sócrates comparaba con el tábano que pica por detrás de la oreja, y obliga a los ciudadanos de la pólis a despertar: ella pretende contribuir con el cambio de las mentalidades y de la sensibilidad (metánoia), de modo que nuestras formas culturales no se priven del dinamismo de la autorreflexión. La filosofía se vuelve críticamente incluso sobre los esquemas de pensamiento que ella misma ha construido en el pasado, y que han devenido en “sentido común” osificado ya y renuente al camino de la metánoia.

El objetivo de cada uno de los ensayos que componen este libro es el desarrollo de este ejercicio – de un modo acaso tentativo y fragmentario – en el campo de la ética, en el horizonte de las discusiones sobre la vida buena y la virtud de la justicia en la cultura contemporánea, desde el tiempo y los espacios académicos (y político – sociales) en los que me ha tocado vivir. Se trata de un esbozo de reflexión acerca de las prácticas relativas al discernimiento y los vínculos sociales tal y como (creemos y consideramos que) los vivimos y concebimos de cara a un mundo en el que se cierne una y otra vez (y de diferentes formas) la sombra del pernicioso pensamiento único en los fueros de la economía, la política y la religión, y quizá en el ámbito de la propia ética. Me he valido de ciertas tradiciones de la filosofía y la literatura para articular mejor mis intuiciones sobre este tema. Aristóteles, Hegel, Huxley, Taylor y Berlin han sido en gran medida los héroes que me han ayudado a plantear con algún cuidado los problemas que discutiré en las páginas que siguen.

El “pensamiento único”, más que una doctrina (o conjunto de doctrinas) constituye una actitud frente a la vida. Consiste en presuponer que respecto de las ‘cuestiones últimas’ que inquietan a las personas y a las instituciones existe una y sólo una respuesta, de forma que cualquier modo alternativo de plantear las cosas encarna el error, o está condenado al fracaso. Quien ensaya caminos alternativos estaría sumido, por algún defecto del entendimiento o de la voluntad, en la irracionalidad o la confusión. Para los espíritus que piensan o actúan de tal manera, la verdad o la vida buena son siempre puntos de partida y no de llegada, son “posesiones” que hay que “administrar” con sentido de autoridad y “mano dura”; no son ideales que podemos buscar, o bosquejar juntos a través del diálogo. Tales espíritus no pueden amar la sabiduría - ¿cómo amar lo que simplemente es un “objeto” que se posee? –. Ellos ven en la libertad individual sólo un pretexto para la desobediencia y el actuar irracional.

La sencilla tesis general que busco poner de manifiesto en cada uno de estos ensayos es que la experiencia del discernimiento práctico y el contacto dialógico desmiente esta presuposición de talante fundamentalista, y la desenmascara de manera incontestable en lo relativo a su carácter violento y deshumanizador. Se trata de una defensa del pluralismo, un enfoque práctico básico para las sociedades democráticas. La “verdad” o la “vida buena” no están amenazadas por la diversidad de concepciones de la ética, ni se ven sacrificadas por la multiplicidad de valores que pueden guiar la acción y entrar en conflicto. Quien discrepa o piensa distinto no es un enemigo que debe ser sin más “corregido” o “convertido”; puede convertirse en un interlocutor valioso en el diálogo entre las culturas y los credos, o quizá (¡Quién sabe!) en un compañero de ruta en pos de un misterio que trasciende la finitud de nuestras vidas y categorías. Nada de esto diluye la “búsqueda de la verdad” o el “esfuerzo por la vida buena”; se trata más bien de acotar tal esfuerzo en el cultivo del respeto por las diferencias y el ejercicio de las libertades de pensamiento y de acción. La desconfianza frente a las meta-narrativas nos permite concentrar nuestra atención frente a la composición de pequeñas narrativas, la configuración - dialógica y rigurosa - de consensos razonables y provisionales.

Alguien podría objetar que lo que he estado señalando hasta aquí es simplemente moneda corriente en una cultura ético – política influida poderosamente por la democracia y el liberalismo (al fin y al cabo, se trata de una tesis que comparten, en el seno de la filosofía contemporánea, la fenomenología hermenéutica y el pragmatismo). Admitiría que tal objeción fuese válida si nuestra cultura fuese predominantemente pluralista: por desgracia, se trata de un pensamiento que va a contracorriente en los diversos ámbitos de la vida social, de modo que las luchas éticas e intelectuales en nombre del pensamiento democrático distan de haber llegado a su fin. El fortalecimiento de los fundamentalismos religiosos de diverso cuño, el resurgimiento los nacionalismos, y la hegemonía del integrismo del llamado “capitalismo salvaje” en la economía evidencian que el mundo de las ideas que transitamos día a día es mucho más complejo que lo que pensamos.














CONTENIDO TEMÁTICO DEL LIBRO





Introducción



I.- PERSPECTIVAS SOBRE LA JUSTICIA

1.- Qué significa “dar a cada cual lo suyo?”

II.- ÉTICA Y RACIONALIDAD PRÁCTICA

1.- La racionalidad de los conflictos éticos.
2.- La comprensión como práctica social.
3.- Otro fantasma recorre Europa.

III.- UNA DEFENSA DEL PLURALISMO

1.- La filosofía como preparación para la muerte.
2.- Ética, contacto humano y utopía tecnológica.
3.- Ética y eclipse de Dios.
4.- Liberalismo y Universidad.


domingo, 3 de junio de 2007

LA “FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU” CUMPLE DOSCIENTOS AÑOS









ALGUNAS IDEAS SOBRE LA VIGENCIA DE LA FENOMENOLOGÍA HEGELIANA






Gonzalo Gamio Gehri


Decía Enrique de Ofterdingen - personaje literario de la novela de Novalis que lleva su nombre- que existen dos caminos para acceder a un verdadero conocimiento: "uno penoso, interminable y lleno de rodeos, el camino de la experiencia; y otro que es casi un salto, el camino de la contemplación interior. El que recorre el primero tiene que ir encontrando las cosas unas dentro de otras en un cálculo lento y aburrido; el que recorre el segundo, en cambio, tiene una visión directa de la naturaleza de todos los acontecimientos y de todas las realidades, es capaz de observarlas con los demás objetos como si fueran figuras pintadas en un cuadro"[1]. La obra, que data de 1801, declara en este pasaje el estado de la filosofía alemana de la época, haciendo clara le presencia de la confrontación entre la metafísica kantiana y post-kantiana; señala la primacía de la contemplación inmediata de la verdad sobre cualquier tipo de reflexividad que se funde en la experiencia. La filosofía de Hegel surge como un programa filosófico que constituye una respuesta a esa perspectiva.

La Fenomenología del espíritu (1807) es la primera expresión de esta reacción, que asume la figura de un proyecto metafísico[2]. El libro pretende demostrar que todo discurso que aspira a llamarse verdadero ha de ser mediato, es decir, ha de volverse sobre sí mismo para intentar autojustificarse, abandonando así su carácter interior. Al convertirse en un saber dispuesto sobre la crítica, esta posición deja de ser válida sólo para su emisor, en tanto ha de afrontar el trabajo de lo negativo: esto es la experiencia. Hegel estaba convencido de que detrás de estas formas de inmediatez suele esconderse la arbitrariedad: eso es algo que hay que tomar en cuenta, puesto que en nuestra época no faltan personajes novalianos. Más aun vivimos en un tiempo que, estando marcado por la crisis de los grandes proyectos fundacionales, es terreno fecundo para la aparición de los partidarios de la inmediatez.

Por contraste, el proyecto hegeliano hoy más que nunca es visto con sospecha. Nada está más alejado de nuestra conciencia filosófica que la pretensión omniabarcante de un sistema que asegura dar cuenta de "el pensamiento de Dios antes de la creación del universo", como reza la introducción de la Ciencia de la lógica. Hegel es, a nuestros ojos contemporáneos, uno de los más grandes exponentes de lo que significa incurrir en una hybris filosófica. Lamentablemente, muchos estudiantes de filosofía llegan a esta conclusión prestando una atención exagerada a lo que aseveran los manuales, sin apelar al fructífero debate que la filosofía de nuestro siglo ha entablado con Hegel, y, obviamente, sin recurrir a los escritos hegelianos. Sin embargo, ello no puede hacernos perder de vista las deudas que el propio pensar contemporáneo ha contraído con Hegel, formuladas de manera explícita o no.

Por supuesto, no intentamos suscribir en ningún momento las tesis más "duras" de Hegel, como aquéllas relativas a la primacía del discurso filosófico sobre el arte o la religión, o la posibilidad de agotar las formas de concebir la realidad, tesis cuya implausibilidad es ya un tópico en nuestra cultura postmetafísica, por razones que ya Heidegger y Husserl (o Wittgestein y Dewey) señalaron en su momento. Pero hay tress puntos en los que creemos que la filosofía hegeliana posee plena vigencia y que por ahora sólo mencionaremos: ellos constituyen tópicos conceptuales que se reclaman de la recepción hegeliana del romanticismo. El primero alude a la concepción de la experiencia en tanto que ésta supone la presencia de la negatividad: en la Fenomenología del espíritu, Hegel describe con exhaustividad cómo la experiencia de la conciencia posee la forma de la autocorrección. Esta es una tesis que Hegel esbozó en sus escritos juveniles – y que afinó en la Fenomenología – y que vindica al ‘escepticismo’ como la actitud auténticamente filosófica[3]. Esto constituye el corazón antifundamentalista de la obra hegeliana. Sólo quien está dispuesto a perder en el camino de la crítica su pretendidas “verdades” (la “muerte” de sus formas previas o dogmáticas de concebir lo Real) puede configurar un genuino saber; en palabras del propio filósofo, “la vida del espíritu no es la vida que se asusta ante la muerte y se mantiene pura de la desolación, sino la que sabe afrontarla y mantenerse en ella” [4].

El segundo punto alude a la defensa hegeliana de una racionalidad encarnada histórica y socialmente. Desde el individuo contractualista hobbesiano y la conciencia moral kantiana, hasta los desarrollos más recientes de la ética procedimental en la obra de Rawls y en la de Habermas, se ha propuesto un modelo de razón práctica que puede generar principios universales que regulan la conducta asumiendo un ideal contrafáctico - el reino de los fines, la posición original, la comunidad ideal de hablantes – como fundamento normativo de las acciones. Hegel denuncia el carácter abstracto de estos modelos formales, y pretende devolverlos a sus horizontes de enunciación, y a los contextos y prácticas sociales que podrían darles una cierta concreción. Señala que la razón es inseparable de las construcciones históricas de sentido, de las prácticas, metáforas y conceptos que las comunidades articulamos en el tiempo. Si la razón no genera, penetra y esclarece nuestras prácticas sociales e instituciones, entonces es una mera universalidad vacía. El “sujeto”, el “individuo” no son yoes sin trabas: son agentes que constituyen su identidad de cara a procesos de socialización y reflexión situados – formas de ‘reconocimiento’-, que sólo comprendemos rigurosamente reconstruyendo su historia en el marco de una narración comunitaria viva (el devenir de la eticidad, el ámbito de realización del “espíritu objetivo”). Pensadores contemporáneos inspirados en Hegel – de la talla de Charles Taylor, Ludwig Siep, Rudiger Bubner y Miguel Giusti – han continuado está línea de reflexión crítica.

El tercer punto señala que, más allá de la desmesura de la filosofía hegeliana, existe una motivación filosófica fundamental que anima el proyecto común al pensamiento romántico, presente en la obra de Hegel, Schelling y Hörderlin -los tres compañeros de Tübingen- que acaso deba ser continuado por otras vías (por ejemplo, desde enfoques vinculados a la hermenéutica fenomenológica o al pragmatismo): el intento de rearticular en un discurso, a la vez unitario y complejo, las oposiciones con las que la razón ilustrada ha diseñado el mapa de nuestro mundo espiritual y que han contribuido a fragmentar nuestra autocomprensión como agentes humanos: moral y política, individuo y comunidad, pensamiento y experiencia, racionalidad e historia. Si bien vivimos, como ha sugerido Jean Michel Palmier, sobre los escombros del sistema hegeliano, no podemos afirmar que ese proyecto reunificatorio ha llegado a su fin.


[1] Novalis, Himnos a la noche -Enrique de Ofterdingen. Bogotá: Oveja negra, 1984; pp.38-39.
[2] Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México FCE 1986.
[3] Cfr. Hegel, G.W.F. Relación del escepticismo con la filosofía Madrid, Biblioteca Nueva 2006.
[4] Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu op.cit. p. 24.